Se rebelaron a todo tipo de mandatos familiares. Y están escribiendo sus «historias desobedientes». Historias que parten del dolor. De la desazón. De sentirse víctimas de un engaño de su propia sangre. Y que ahora buscan revertir. Son un colectivo de hijos e hijas de represores de la última dictadura militar. Que explotaron cuando se enteraron que sus progenitores habían cometido las peores atrocidades. Y no piensan permanecer en silencio. Este colectivo se identifica justamente como «Historias Desobedientes». Hoy son más de 120 en todo el país. Y cruzaron fronteras. Tienen vínculos con otras experiencias similares en Latinoamérica. Y también se vinculan con descendientes de nazis que se rebelaron a esos lazos familiares. A los hijos e hijas se sumaron otros familiares de represores. Algunos decidieron hasta cambiar su apellido. Otros los mantienen porque no fueron ellos los que lo ensuciaron. Todos tienen algo en común: la lucha por la verdad, la memoria y la Justicia. Y contra lo peor de los mandatos familiares. Esos que encubren a los genocidas.
Han participado de distintas marchas: 24 de marzo, “Ni una menos”, las que pelearon frente al “2X1” (reducción de la penas a los genocidas). Y, en cada una de ellas, las personas se acercaban preguntando si no había un error en el cartel que los identificaban como hijos de represores. Cuando se enteraban que no, rompían en llanto y los abrazaban. Pero la reunión fundacional fue el 25 de mayo de 2017. Eran cinco mujeres y un hombre.
Analía Kalinec es hoy la presidenta de la flamante Asociación Civil “Historias Desobedientes”. El nombre partió de una página de Facebook que ella había creado unos años antes para contar su propia experiencia y conectarse con otros descendientes de genocidas. El nombre se completaba con la frase “Y con faltas de ortografía” ya que hay un sorprendente patrón común de los hijos e hijas de represores: escriben con esos errores, algo que interpretan como una inconsciente rebeldía que les surgía desde su primera infancia, desafiando las castrenses reglas familiares.
Analía nació en 1979, en plena dictadura militar, en el seno de una familia «tipo». Su padre, Eduardo Kalinec, era miembro de la Policía Federal. Su madre, ama de casa, cuidaba de ella y sus tres hermanas: Claudia, María de los Ángeles y Alejandra. Educación en escuelas privadas y católicas, y «un vínculo con mucho cariño con mi papá», según describe Analía a Newsweek. Esos «mandatos sociales» llevaron a que todas las hermanas Kalinec se casen muy jóvenes. Analía, a los 22.
En su ámbito de relaciones, Analía vivía en una especie de burbuja: «Nunca jamás tuve noticias sobre la dictadura, ni de que mi papá había estado involucrado en algo», cuenta. Su vida mutó cuando conoció a su pareja, Luis -de familia anarquista y 20 años mayor-, y cuando ella comenzó a cursar Piscología en el CBC en la UBA y ejercer la docencia en escuelas públicas. Allí se abrió un universo desconocido. Y verdades ocultas.
En 2005 su padre fue detenido. «Yo no entendía nada. Creía que era un error. En la cárcel mi papá nos decía que todo era una mentira”. “Son los ‘zurdos’ que ahora llegaron al poder», les repetía el represor. Analía estuvo tres años así, creyendo en la supuesta inocencia de su padre y lamentándose por él. Hasta que leyó la elevación a juicio de la causa en la que se lo acusaba. Allí pudo conocer el verdadero rostro del siniestro «Doctor K», como lo conocían en los centros de detención clandestinos.
Supo que a la sala de tortura la llamaban ‘el quirófano’. Y le pegó el relato de un sobreviviente que contaba que a su padre se lo nombraba como alguien “muy salvaje y cruel”. “Siempre me impactó esa disociación», cuenta. ¿Cómo ese papá que intentaba mostrarse amoroso, acariciándoles las cabezas a sus hijas, utilizaba esas mismas manos para torturar personas?
Analía pensó en cambiarse en apellido cuando leyó a Mariana Dopazo (hija del represor Miguel Etchecotatz). Pero después de una charla con su terapeuta entendió que: «El que deshonró a la familia fue mi padre. Entonces, que se cambie él el apellido«. Fue entonces cuando Analía escribió el libro “Llevaré su nombre”, para plasmar allí su historia. Y su posicionamiento.
Después de una visita a la cárcel donde ella lo cuestionó por lo hecho nunca más volvieron a hablar. En esos días de 2008, su pequeño hijo contó -en una ronda en el Jardín de Infantes- lo que había hecho el fin de semana: «Fui a la cárcel a visitar a mi abuelito que mató a muchas personas». Tenía apenas 4 años.
A partir de allí empezó su búsqueda por encontrar otras historias similares de hijos/as de represores. Conoció el testimonio de Rita Vagliatti, hija del represor Valentín Milton Pretti, quien pudo quitarse el apellido, tras un fallo del año 2007. Y otros de descendientes de nazis que atravesaron procesos similares. Se cruzó con Liliana Furió, hija del represor Paulino Furió, ex jefe del G2 (División de Inteligencia del Ejército), en el marco del armado de un libro que retrataría sus historias: “Escritos Desobedientes”.
Más allá del grupo de WhatsApp, que lo integran unos 30 familiares de genocidas argentinos, hay también protagonistas de diferentes países: 15 de Chile, 6 de Brasil, 3 de Paraguay y 5 de Uruguay. A eso se pueden sumar otros que no forman parte formal en «Historias Desobedientes» pero que sí estarían dentro de ese recorrido. En total son alrededor de 120 familiares de represores que se han rebelado contra ese mandato de violencia, represión y silencio.
«Hay una voluntad de que esta coalición de familiares de genocidas genere cierta conciencia, que haya políticas públicas orientadas al respecto», señala Analía. Por ejemplo, en lo terapéutico: «hay mucho daño emocional; mucha cosa trunca. Y el mandato social de lealtad familiar es muy grande».
El distanciamiento de Analía con su familia (no con su hermana mayor) es tal que su padre –preso en el Penal de Ezeiza- le inició una demanda para excluirla de la herencia de su madre, fallecida en 2015. Esa demanda también es acompañada por las dos hermanas menores.
La primera vez que visitó el centro de detención clandestino «El Olimpo», donde su padre torturaba y asesinaba personas, Analía lloró desconsoladamente. Luego fue varias veces más y lo pudo afrontar de otra manera. Incluso lo visitó con la escuela donde hoy trabaja como secretaria. Y en «El Atlético» estuvo con Ana María Careaga, una mujer que a los 16 años estuvo secuestrada embarazada y fue torturada por el siniestro «Doctor K». «Y me desmoroné. Es más, Ana me tuvo que consolar. Y eso me hacía sentir peor».
«El mensaje que estamos dando es un mensaje de desobediencia a lo que está mal. Partiendo de una plataforma de base que la da el feminismo y la lucha por los Derechos Humanos, Historias Desobedientes es un emergente social. Y viene a resquebrajar parte de este patriarcado que dice que uno tiene que honrar al padre, y lo dice religiosamente, socialmente, y lo dice hasta legalmente”. Por eso están impulsando que se cambie la Ley y que les permitan denunciar a sus progenitores.
Gonzalo Fichera es hijo del Teniente Coronel Antonio Fichera (fallecido en 1999), quien tuvo bajo du órbita varios Centros Clandestinos de Detención: Banco, Brigada de Investigaciones de San Justo, Sheraton y Vesubio. Fue jefe del Grupo Artillería 1, con asiento en Ciudadela, y como tal estuvo al frente de la denominada “Área 114”. Gonzalo cuenta a Newsweek que de niño fue varias veces al “regimiento y no me enteré nada”.
A mediados de los ’90, Gonzalo se acercó a un taller literario donde había varios militantes. Y crecieron sus sospechas de que su padre estaba “involucrado en algo”. Si bien se había retirado del Ejército, le habían dado un cargo en el Ministerio de Defensa durante el gobierno de Carlos Menem. Un periodista lo contactó y Gonzalo le contó su historia. Antonio Fichera terminó renunciando a ese cargo. “Comencé a entender que no quería saber nada con él. Con sus asesinatos, sus torturas, sus muertes. Me pelee y me alejé mucho”. Y el joven, con 20 años, se fue de su casa. Lo volvió a ver mucho tiempo después, cuando su padre ya estaba enfermo. Lo paradójico es que el represor sufría de unos ataques nerviosos que le daban descargas eléctricas. “Como si fuera una picana, una cosa increíble”.
Cuando “apareció Historias Desobedientes para mí fue un salto muy grande porque me permite estar con compañeros que nos podemos entender con poco, que no hay que explicar a nadie lo que vivís, tratar de trasmitir esta sensación chocante entre lo que uno siente y uno quiere, la ruptura del sentimiento paterno. Nos entendemos con pocas palabras porque vivimos historias parecidas. Así que para mí ha sido un lugar de encuentro”.
“Es hora de la reparación, de aceptarlo, de plantear que no estamos de acuerdo con lo que hicieron y de no callarnos. Una voz distinta de la habitual que han tenido nuestras familias”.
Gonzalo vive en Olavarría desde hace 12 años. Y, cada vez que puede, participa de las actividades y marchas junto con otros hijos de represores. “Los momentos más emocionantes que pasé se dieron en las marcha, por ejemplo la del 24 de marzo. La gente se acerca a nosotros, nos mira, nos abraza, se pone a llorar, se emociona… Es una posibilidad de transformación. Sienten que somos la confirmación de que ellos tenían razón. Y para nosotros es muy importante que nos den el espacio y que nos quieran, nos valoren”.
Bibiana Reibaldi (66), es hija del represor Julio Reibadi, oficial mayor y personal civil del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército durante la dictadura. Siendo niña, Bibiana acompañó en varias oportunidades a su padre al «trabajo», el edificio del Estado Mayor del Ejército y la central de Inteligencia ubicada en Viamonte y Callao. Por su legajo como oficial, Bibiana pudo saber que su progenitor siguió en funciones aún en democracia, por lo menos hasta 1986.
“Es muy difícil conectar a un papá querido con un responsable de crímenes de lesa humanidad. Emocionalmente era incapaz de hacer esa conexión. Fue largo y doloroso ese proceso», recuerda Bibiana ante Newsweek.
Lo grafica en un hecho: en 1977 secuestraron al marido de su compañera de trabajo y amiga Isabel Rey. Rubén Salinas era médico del Sanatorio Güemes, se lo llevaron “delante de su esposa e hijitos”. El padre de Bibiana se comprometió a averiguar qué había pasado y al tiempo le señaló: “Decile a Isabel que no busque más a Rubén; ya está muerto». «Esto despertó toda mi violencia, la que nunca sospeché que vivía en mí. Me distancié de mi padre por un largo período. Había mojones que mostraban no era una buena persona. Pero me costó mucho verlo».
Cuando leyó el “Nunca Más”, “me permitió ir encontrando mi identidad, lejos de toda obediencia a mandatos de silencio”. Bibiana sentía una vergüenza que la paralizaba. Literalmente. Años de psicoanálisis la ayudaron a procesarlo. Aunque “la muerte de mi padre, fue una condena, porque nunca logré que hablara. Se murió sabiendo de mi repudio absoluto a su accionar”.
Fue la lucha contra el “2X1” la que la acercó a Bibiana, psicopedagoga y docente, a “Historias Desobedientes”. Y se juntó con ellos en aquella reunión fundacional del 25 de mayo de 2017. “Fue maravilloso saber que no estaba sola, que había otras personas que pasaron las mismas vergüenzas, los mismos silencios, las mismas culpas, el mismo dolor”.
Bibiana sostiene que: “Nuestro objetivo de hablar a la sociedad, pero en especial a las familias de los miembros de Fuerzas Armadas y seguridad. Hay que desobedecer el mandato familiar de sometimiento. Y decirle al silencio, ‘Nunca Más’”.
EL CAMINO DE MARIANA
La publicación de una nota desgarradora de Mariana Dopazo, hija del represor Miguel Ectchecolatz –fallecido el pasado 2 de julio, en prisión- en la revista Anfibia actuó como una suerte de catalizador. Muchos hijos de represores fueron dejando sus comentarios al final del artículo y así comenzaron a contactarse entre ellos. Y varios se animaron a hablar por primera vez.
Mariana, que cambió su apellido por el de su abuelo materno para no arrastrar el siniestro “Etchecolatz”, escribió en esa nota: “Crear una vida propia, a las sombras de mi progenitor, uno de los genocidas más siniestros de nuestra historia, fue muy difícil”. Y contaba que a su madre, Etchecolatz la amenazaba: “Si te vas, te pego un tiro a vos y a los chicos”. Además, señalaba que en su infancia “cada vez que él volvía, nos encerrábamos a rezar en el armario con mi hermano Juan, para pedir que se muriera en el viaje. Eso sentíamos, todos los días de nuestras vidas”. Para concluir: “No se tranza con el dolor, ni se silencia el horror. No pudieron vernos retroceder. Y tampoco van a poder”. Ese fue el camino que inició Mariana. Y que hoy siguen muchos otros.