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Alberto y Los Monos
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Alberto y Los Monos

Hay otro juicio por asociación ilícita donde de tanto en tanto estallaba el escándalo y el estupor por las amenazas a los fiscales. Llamadas al 911, emboscadas en plena audiencia y hasta tiros buscaban instalar el miedo para que no avance el proceso. Es el juicio contra Los Monos, en Rosario, que terminó con condenas de entre 14 y 22 años de prisión.

Sí, es cosa del hampa eso de andar amenazando fiscales. Y de los capos narco se espera cualquier cosa. Lo que trasciende los umbrales hasta del tabú, es que un Presidente de la República amenace a un fiscal por televisión. El presidente que juró hacer cumplir la Constitución, la pisotea delante de todos en vivo y en directo. La desobedece cuando se mete en asuntos judiciales que, como abogado, sabe que no le competen. Y como si fuera poco, miente y difama. Que Dios y la Patria se lo demanden.

Es difícil entender que el diputado y doctor Facundo Manes no advierta la gravedad del hecho que fue comprendida y repudiada, por motivos distintos, hasta por la extrema Hebe de Bonafini.

El presidente no es cualquier persona. Cada una de sus palabras es un ejercicio de poder, un acto de gobierno. Pero Alberto Fernández parece hablar como si no tuviera noción del peso de la palabra. Y peor, con desprecio total a la ley que no puede ignorar, aunque sus consideraciones legales hagan descreer por momentos, que pasó por las aulas de Derecho.

Tantas veces se habló de la devaluación de la palabra presidencial por las permanentes contradicciones y marchas atrás del mandatario, pero nunca se había llegado a una instancia de tanta gravedad institucional. Encima, en vez de pedir perdón o retractarse, sólo horas después el mismo presidente salió a desmentir que dijo lo que dijo, cuando todos lo escuchamos.

No admitir un error cometido a la vista de todos y culpar a otros es un sello que puede adjudicarse a sujetos de tres categorías: psicópatas, impunes y cínicos. El problema es que, en una mezcla decadente de las tres cosas, el presidente embarra su investidura ante la cámara prendida y, siendo presidente de todos, genera la consternación de lo promiscuo. Abusa de su poder ante nosotros los ciudadanos. Y da profunda vergüenza.

Ni hablar de sus contradicciones. La historia mediática de Alberto Fernández es una galería de espejos deformados, donde quien parece ser la misma persona, aparece con siluetas distintas contradiciéndose a sí mismo y repitiendo con tono seguro una cosa y exactamente la contraria. Eso multiplicado por casi tantas veces como abre la boca. Alguien con estas características puede ser muchas cosas. Para empezar, es un mentiroso; pero en el fondo, es también alguien que no tiene escrúpulos. Mucho menos convicciones. De hecho, puede cambiarlas antojadizamente según la oportunidad. Este tipo de vivos suelen buscar que no se note, aunque lo que logró el primer mandatario es que sepamos, cada vez que nos habla, que no podemos creerle.

En cuanto a los dichos sobre la muerte de Nisman, lo que en principio pareció desconocimiento encierra un fenómeno típico del relato kirchnerista: el punto donde ellos se creen sus propias mentiras, y ya no advierten que quedan en evidencia.

No sólo buscaron instalar la versión del suicidio desde las primeras horas de la muerte del fiscal de la AMIA. En estos años fue común que los funcionarios respondieran al ser consultados: “¿Quién dice que fue un asesinato? Usted está equivocada”. Si uno no estaba al tanto de la causa, el “prepo” podía hasta convencer al interlocutor. Me pasó de contestar en un off de record “lo dice el juez y lo confirma la pericia”, para escuchar un insólito “pero esa pericia no vale”, y responder “es la pericia que figura en la causa”, y aún así no lograr la admisión de lo evidente.

El relato es un gran cancelador. Un cancelador de la verdad. Y en muchos casos ha sido eficiente en lograrlo. Si algo mostró esta semana es que ese recurso también se agota cuando ante los ojos de todos se busca refutar lo evidente.

Y no sólo le pasó al Presidente al mentir sobre la causa Nisman. También le pasó a Cristina Kirchner a quien, una hora y media de entretenidos y delirantes divagues, no le sirvió para contradecir ni una sola prueba en su contra.

Pero la vicepresidenta no hizo lo que hizo para los jueces. Su teatralidad, que incluyó ayer salir vestida de negro y con rosario a saludar a sus feligreses, cantar con fervor la marcha peronista en el balcón y mostrarse bajo el calor militante, es parte de una estrategia para el núcleo duro, para que los propios crean a fuerza de gestualidad en su inocencia. Esos que en la política aplican los dogmas de la fe, a los que nadie les discute nada, sólo cree. Ante esos Cristina debe mostrarse inocente, porque son quienes le proporcionan el sustento del poder y de los fueros. El núcleo duro indispensable y suficiente para que sea candidata a senadora y garantice una banca de seis años de inmunidad parlamentaria. Con el núcleo duro le alcanza. Y son tiempos de ir a lo seguro, aunque el operativo clamor la reclame en el ticket presidencial.

Por eso el presidente los enfureció. Porque el guión de Cristina es efectivo políticamente para sus fieles, pero el de él dejó al desnudo una de las mentiras que más se esforzaron en instalar en este tiempo: que lo de Nismam había sido un suicidio. Pronto, la Justicia deberá decidir si vuelve a juicio oral la causa por el Memorandum con Irán, que sólo feneció porque la Corte lo declaró inconstitucional. Pero no fue el único gaffe del presidente. En la misma entrevista dejó una puerta abierta a la cuestión del indulto. Y contra esto también salió Hebe de Bonafini.

Aceptar un indulto tan tempranamente, es admitir culpa. Y aunque Cristina Kirchner no pudo decir “soy inocente”, sino “todos roban” y “la única boluda soy yo”, la marca de un indulto tiene otras connotaciones. No es que la nieguen y, de hecho, la considera el propio Raúl Zaffarni. Pero a los recursos de última instancia hay que dejarlos para las últimas instancias.

Lo que pasa es que en Argentina, los tiempos se adelantaron de tal manera, que desnudaron al poder, impune como nunca. La otra cara de su desesperación es que funcionó, a pesar de ellos, silenciosa y firme, la Justicia.

El fiscal Diego Luciani confió al terminar el alegato histórico del 22 de agosto: “Nunca pensé que iba a llegar a este momento, fue demasiado difícil, pero llegamos”.

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