El país entró en el territorio de lo que jamás había sido nombrado: un intento de magnicidio. Un atentado a una de las máxima autoridades de un país, es también un ataque a la forma en que elegimos vivir, en convivencia y bajo el imperio de la ley, en una república democrática. Por eso se impone el repudio y más, la condena absoluta a lo intolerable y la total solidaridad con la vicepresidenta Cristina Kirchner. Lo ha expresado, como corresponde, todo el arco político, la Corte Suprema de Justicia, la prensa y la sociedad en su conjunto.
Resulta aún inentendible que, en el lugar más custodiado del país, un hombre armado haya podido acercarse, apuntar y disparar a centímetros del rostro de la vicepresidenta y dos veces Presidenta de la Nación, en vivo y en directo, con una pistola totalmente cargada. Ya debería haber presentado su renuncia al menos el jefe de la custodia o la máxima autoridad policial, como ocurrió luego del asesinato del expremier japonés Shinzo Abe, hace apenas dos meses. E incluso se puede hacer extensivo este planteo al ministro de Seguridad. La discusión sobre quién custodia y cómo custodia terminó en que no se custodió como se debía cuando era necesario.
Todo indica que fue un militante que estaba saludando a Cristina Kirchner quien redujo primero al atacante, y es él quien afirma que el tirador gatilló dos veces.
El militante describe una situación de inacción o falta de reacción de la Policía en un contexto casi de detención ciudadana. Todo este despliegue debe ser investigado y analizado en las imágenes del atentado.
Según confirmó el presidente, Cristina Kirchner “está viva porque por alguna razón el arma que tenía cinco balas no se disparó”. Según trascendió no había una bala en la recámara y eso impidió que se produjera el tiro.
El agresor, identificado como Fernando Andrés Sabag Montiel, es de origen brasileño, vive en el país desde hace 29 años y tenía antecedentes por portación de armas.
Es imprescindible el esclarecimiento hasta las últimas consecuencias y es irresponsable que antes del esclarecimiento el presidente haya conectado el hecho con lo que llamó el discurso del odio mediático o político.
Si hay un terreno vital en estas horas es el de la verdad y los hechos comprobados. Nuestra democracia aún se desangra por dos atentados terroristas irresueltos que provocaron 127 muertes y centenares de heridos, y también por la muerte del fiscal Alberto Nisman que se investiga como un asesinato por hacer su trabajo. Cuando nada se sabe, y apenas puede el país transitar su conmoción, señalar a un sector es también una forma de propiciar violencia.
Los últimos días estuvieron marcados por una creciente tensión política tras la acusación del fiscal Diego Luciani a la actual vicepresidenta por una investigación de corrupción que se dirime en la Justicia. También escalaron los cruces en torno a la custodia en las inmediaciones de la casa de la ex presidenta y a la autonomía de la Ciudad.
Curiosamente, el atentado se produjo poco después de que incluso la Nación y la Ciudad llegaran a un acuerdo sobre la vigilancia y la convivencia de las manifestaciones con los vecinos del barrio.
Horas antes del hecho declaraciones de Máximo Kirchner marcaron el punto discursivo más grave cuando afirmó que “en Juntos por el Cambio están viendo quién mata al primer peronista”. La política no puede contener las invocaciones a matar ni como esbozo de una discusión. Esa sola posibilidad es el fin de la política. La política es en sí misma lo opuesto a la violencia armada.
Aún en el más encendido de los debates, es en su esencia vivir con el otro, y convalidar sus derechos, bajo el Estado del derecho, cuya razón es precisamente la convivencia pacífica.
Y porque nuestro país ya transitó los abismos del terrorismo de Estado y de la violencia armada, sabemos que sólo depara nuevos infiernos. Argentina ya gritó Nunca Más, ahora debe abrazarse a la democracia y a la constitución, al funcionamiento pleno de los tres poderes, cada uno en su rol, más que nunca. Las instituciones de pie son el mejor antídoto ante la violencia.