El recordado Horacio González decía “el peronismo es el gran enigma argentino”. La calificación alude al jeroglífico inscripto en el mármol de la cultura política nacional. Es más sencillo ser peronista que desbrozar el complejo nudo de la comprensión académica.
Setenta y seis años de existencia testimonian su voluntad a la sobrevivencia. Está vivo, aunque no con la pujanza de otras épocas. Una de las razones de su permanencia tiene que ver con que alberga diversos modos de pensar, en una misma identidad, inclusive en asuntos de conciencia: el aborto, por ejemplo. Estas mil flores abarcan a un colectivo de demanda social que tiende a agruparse cuando se siente atacado.
El salto tradicional es desde la fragmentación hacia la totalización, pero eso estuvo hilvanado por mucho tiempo por una conducción única que dirige la fuerza centrípeta. En la actualidad se destaca el liderazgo carismático de CFK sobre un sector del peronismo que se denomina kichnerismo pero que no alcanza la representación total del peronismo.
A pesar, de sus caídas durante el trayecto, el peronismo sigue siendo la principal fuerza política. Es erosionado por el paso del tiempo y se conoce la declinación de la influencia que tiene hoy en la cuestionada política nacional entre los menores de 40 años. Los jóvenes van construyendo subculturas con otros objetivos y otros caminos.
El peronismo nació en los intersticios de los acuerdos de Yalta, y el reparto mundial con predominio de la Alianza Atlántica. Hoy, vivimos en la globalización (más acelerada o menos), con una revolución digital, que modifica las condiciones laborales, lo que afecta el componente social más importante del peronismo: la clase trabajadora surgida durante el fordismo.
Se localizan huellas del movimiento que fue, pero que ya no es. Igual, permanece fraccionado, tanto adentro del Frente de Todos, afuera y en el Gobierno. Ante el vaticinio de derrota electoral en 2023, el peronismo, como siempre, luchará para seguir vigente y, como siempre, bordeará el abismo.
