La vicepresidenta fue víctima de un atentado, y eso merece solidaridad y repudio, pero no la exime de responsabilidades previas ante la Justicia, ni de la desconfianza de la sociedad.
Hemos dicho desde un principio que un ataque a una de las máximas autoridades del país es un ataque a la democracia y por eso es vital la condena del hecho y el esclarecimiento exhaustivo. Lo sostenemos.
Pero el llamado al diálogo de Cristina Kirchner viene luego de que su espacio acusara de empuñar el arma a opositores, periodistas y jueces, y de eso la señora Kirchner no dijo nada. Por esto mismo, una convocatoria real al diálogo no sólo requiere de dar señales inequívocas y de preparar el terreno, sino también de un acercamiento previo, sincero, discreto. Lo contrario resulta poco creíble, y al menos contradictorio, además de arbitrario. El diálogo no es de una sola vía; es, por definición, todo lo contrario.
La vicepresidenta no puede desconocer ante todos que ella misma construyó poder e hizo política todo este tiempo en base a la construcción del enemigo, y que eso mismo pasó cuando todavía estaba humeante el arma del atacante e importaba menos el que realmente la empuñó que acusar a los sectores que le son críticos. Ahora pide diálogo como si todo eso no hubiera pasado.
Todo el arco político repudió el ataque a Cristina Fernández, pero el propio presidente en cadena nacional vinculó irresponsablemente al ataque a opositores, medios y jueces, cuando la jueza y el fiscal aún no habían empezado la investigación.
Lo que Cristina Fernández vivió es aberrante, y su experiencia de supervivencia debe ser dramática. Pero no la exime de sus responsabilidades judiciales, por ejemplo.
El consenso democrático de 1983 no se rompió ahora como dice la vicepresidenta. Esa es su visión. Se rompió, por empezar, con el embate a la división de poderes de la República y también con el ataque sistemático a la prensa. Porque era un consenso sobre el sistema.
El consenso democrático se rompió con la muerte del fiscal Nisman, que fue despreciada y arrojada a las hogueras del escarnio por el gobierno de la señora Kirchner, a pesar de ser también un ataque a la democracia y al Estado de derecho, porque un fiscal es quien representa el derecho de justicia de los ciudadanos. Sin embargo, ante ese magnicidio, de quien iba a denunciar a la presidenta, sólo buscaron forzar la idea de un suicidio aún contra los dichos de la Justicia, y de manchar el nombre de la víctima.
De hecho, lo siguen haciendo hasta ahora, y el propio presidente extendió oscuramente la amenaza al fiscal Diego Luciani. Eso también es romper el consenso de 1983. Como lo es apretar a los jueces, porque parte de ese consenso es aceptar la acción de la Justicia como poder independiente.
El consenso democrático también se rompió cuando la señora Kirchner no aceptó traspasar el mando y entregar los atributos del poder a otro presidente elegido democráticamente por los votos, impregnando el clima político de espíritu faccioso. El consenso del ‘83 no sólo tiene que ver con los comicios y con la convivencia, sino también con la legalidad y el respeto de la Constitución.
En cuanto a la convivencia, el kirchnerismo hizo de la construcción del enemigo su método de hacer política, y para proponer un diálogo por lo menos debería cesar en esas injurias y reconocer de dónde vienen ellos mismos. Ahora que cita al Papa, la vicepresidenta podría recordar cómo lo trataban ellos mismos a Jorge Bergoglio cuando era obispo.
Si se toma al azar sólo unas cuantas frases de las expresadas después del ataque a Cristina Fernández, acusando de empuñar el arma a opositores y críticos, se entenderá claramente las dificultades para confiar en un llamado al diálogo. Cristina Kirchner y su espacio han encarnado todo lo contrario al dialogo político.
La vicepresidenta no se habló ni con su presidente durante gran parte de este mandato y ahora pide diálogo. No se hablan ellos mismos y piden diálogo.
Nadie desconoce que su vivencia puede impulsarla a un cambio de mirada, pero de eso se debe dar testimonio no sólo en las apariciones públicas. Por empezar deberían cesar en sus ataques y aprietes a los jueces. Sólo ayer dejaron un objeto que aparentaba ser un explosivo en la puerta de la casa de uno de los jueces del tribunal que la juzga; días pasados le hackearon el teléfono a otro; y hace unas semanas sustrajeron sospechosamente las declaraciones juradas de todos en el Consejo de la Magistratura. No se escuchó al kirchnerismo solidarizarse. Por lo contrario, fueron parte del apriete explícito que viene incluso del Poder Ejecutivo.
Es saludable que la vicepresidenta plantee algo básico como juntarse a hablar con el que piensa distinto, pero es al menos contradictorio si se acusa a los opositores de ser los que empuñaron un arma como si nada. Si un llamado al diálogo no está precedido por un reconocimiento y un mea culpa, se queda en mera manipulación u oportunismo. Los otros son los que odian y los que no dialogan.
Fue la misma vicepresidenta quien antes del ataque llamó “energúmenos macristas” a quienes manifestaban en su contra o quien habló de un “pelotón de fusilamiento mediático y judicial” ante fiscales y periodistas que simplemente hacen su trabajo.
Cuando la vicepresidenta refiere los conceptos que le dijo el Papa sobre que los actos de odio y violencia están precedidos por palabras y verbos, ¿incluye sus propias palabras y verbos? ¿O no es la misma que 24 horas antes del ataque contra su persona le dijo “borracha” a otra líder política? ¿O sólo busca formular una acusación velada a quienes la critican? En democracia no hay tribunal de palabras y verbos, porque es democracia. Tampoco hay sommeliers de odio: lo que hay es Código Penal. El debate es libre y lo que debe haber en todo caso es respeto por las leyes, y por las instituciones y tolerancia ante el que piensa distinto.
Cristina pide diálogo, pero su forma de hacer política fue siempre todo lo contrario: fue considerar al opositor, al periodista o al juez como un enemigo. Es raro el diálogo donde el otro, para ser incluido, debe antes someterse a los designios de la otra parte. La tolerancia no se prueba con los que piensan igual, sino ante los que critican. En el caso de la prensa, la crítica y el cuestionamiento son nuestro deber.
Es positivo que Cristina Fernández rechace esos esperpentos legislativos de leyes contra el odio que sólo se consiguen en Venezuela o Cuba. Hoy, de todas maneras, tampoco podrían lograr sancionarlas porque no tienen las bancas necesarias.
Y es de suponer que, como a varios de sus funcionarios, también la ha llevado a la reflexión el descreimiento enorme de la sociedad que muestran las encuestas después del atentado. Eso no se desanda con conferencias ni con manifestaciones emocionales. Eso es la resultante de la suma de actos que constituyen a las personas y que observó toda la sociedad todo este tiempo. La misma sociedad que no escucha a los políticos hablar de sus padecimientos, ni hacer gestos de austeridad. Para que la gente crea otra cosa tienen que hacer otra cosa, es decir empezar por demostrar lo que dicen y dar el ejemplo. Y eso es todo lo que no ha pasado hasta aquí.
Que las palabras sean acciones. Y una buena forma sería cesar el ataque al poder judicial, a los periodistas y a los opositores sólo por cumplir su rol y ejercer sus derechos en libertad. Si no, todo llamado al diálogo es vacuo. Porque somos lo que hacemos, no lo que decimos. La verdadera elocuencia está en la ejemplaridad. Sin ejemplo, las palabras son aire en el aire. Y esa es la consistencia que falta. Ojalá la vicepresidenta avance en este sentido.