En las últimas 72 horas, Alberto Fernández, demolió lo que quedaba de su autoridad presidencial. Pero no se puede culpar a nadie más que a él en este proceso de degradación. Así será recordado, y no como el campeón de tres copas. Será recordado como el presidente que degradó la institución presidencial, literalmente: la bajó de jerarquía, y la rebajó sometiéndola a humillaciones. Pero además la traicionó, con la cesión de su propio poder en pos de una transacción oscura de su pacto con Cristina Kirchner, cuya letra chica nunca conoceremos del todo.
Alberto Fernández ganó formalmente su presidencia por los votos, pero fue una especie de transferencia delegada, donde él aportaba la expectativa de moderación social que, acolchonando los votos vitales del núcleo duro kirchnerista, les concedió el triunfo. El no fue capaz de despegarse de esa plataforma que le permitió llegar al poder para construir su propia impronta y terminó traicionando esa primera expectativa porque simplemente no estuvo a la altura, porque no era eso. Y ese resultó el primer fraude.
Un presidente que desmantela su propio poder, que confiesa que elige no asumir el liderazgo, ya es un hecho dramático para la noción de autoridad en un país presidencialista. Pero encima, como de todas maneras está en la cúspide del poder, lo que baja desde allí es la confusión y la anomalía que implicaron su rendición permanente. “Alberto al Gobierno, Cristina al poder”, fue la verdadera fórmula siempre. Esa disfuncionalidad no iba a transcurrir sin consecuencias. Y lo que acaba de ocurrir con el fallo de la Corte a favor de la Ciudad es el último acto de un drama institucional de enorme gravedad.
El simple hecho de que el presidente haya decidido incumplir un fallo de la Corte, poniendo en duda el imperio de la ley en la República Argentina, aunque la decisión se haya sostenido sólo por tres días, significa haber cruzado un límite del que no se vuelve. Que lo haya contemplado siquiera, en los bordes de la sedición, marca un punto de no retorno para él y la investidura que debería representar. No se puede hablar de giro, de cambio de idea y mucho menos agradecerle al presidente que ahora sí lo haya pensado mejor y cumpla la ley. El primer mandatario hasta se paseó exhibiendo la aberración jurídica por televisión.
Pero esto no empezó aquí. Son varias capas de fraude las que se revelan en tres años de mandato: el fraude moral, la deserción jurídica, y la intrascendencia política. Su pelea con la Constitución sin embargo no es nueva. Curiosamente el primer episodio que marcó su servilismo con los delirios bolivarianos de la vicepresidenta fue el episodio Vicentín, donde buscó intervenir en un concurso en el que el Poder Ejecutivo no tenía ninguna atribución y tras el que se escondía el asedio permanente al derecho de propiedad que tanto caracteriza al kirchnerismo. En esas épocas mandaba a leer la Constitución, pero a los pocos días la justicia se la hizo releer a él.
Eso no impidió que en forma reiterada abusara una y otra vez de sus potestades en franca colisión con el artículo 109 de la Constitución que es categórico: el presidente no se puede meter en causas judiciales, en ningún caso. En esa reincidencia, se esconde quizás su verdadera retribución a Cristina Fernández, por elegirlo para ser el candidato presidencial. Usar el Poder Ejecutivo como su propio estudio jurídico para asegurarle a ella impunidad. Cuando esa misión se probó un fracaso, comenzó la guerra entre ellos.
El fraude moral, en tanto, es conocido por todos y tiene como escena del crimen una fiesta de cumpleaños en la Quinta de Olivos. El mismo presidente que ordenaba cuarentena y aislamiento y que vociferaba que se habían terminado los vivos en la Argentina, era el más vivo de todos, violando las reglas que imponía en la pandemia.
En esos días, Alberto Fernández llegó a cosechar una popularidad récord en democracia que escaló hasta el 85% en algunas mediciones. Hoy marca el récord de todo lo contrario: su impopularidad alcanza incluso a los de su espacio. Por dar un solo ejemplo, en la última encuesta de líderes de Poliarquía, es la primera vez que un presidente no sale en el podio de los influyentes y que encima baja 15 votos en sólo un año. Si tomamos, por su parte, la encuesta de opinión pública de Management and Fit, un 76,5% desaprueba la forma en que el mandatario conduce el Gobierno. Sólo un 17,2% lo aprueba y un 6,3% no sabe y no contesta. O sea que sólo 1 de cada 10 argentinos -porque no llega a dos- aprueba con nitidez la gestión del presidente.
Esa demolición se la debe a sí mismo. Por supuesto que el desastre económico es lo que supera la grieta en forma contundente. Quién puede estar contento. En la crisis económica se condensan todas las promesas de campaña incumplidas: desde una heladera llena a las Lelics para los jubilados y tanta poesía vencida en la que no vale la pena extenderse. Pero a todo esto se le suma algo impensado.
El presidente sigue en la cornisa de ser el primer mandatario en democracia que osó incumplir un fallo de la Corte de una magnitud sin precedentes. Y ese sólo hecho hace que hoy sea ni más ni menos el presidente quien corporiza la inseguridad jurídica y el riesgo de que no se cumpla la ley. Eso no se borra con un “recalculando y te pago con bonos”.
Lo que significa es que el propio presidente representa la fragilidad institucional, que el propio presidente no resulta confiable. Si su confianza estaba deteriorada, ahora también fue demolida en función de lo jurídico. El presidente se erige como alguien capaz de traicionar la institucionalidad. Un presidente no confiable, ni para los propios ni para los otros. Hasta ahora el problema era que se trataba de un presidente débil, cambiante, influenciable, manejado a control remoto por Cristina Kirchner. Que a veces se resistía al joystick pero que en sus devaneos nunca lograba ni ser lo uno ni lo otro. Esa zona gris de su debilidad ha cruzado una nueva frontera.
Ahora se vuelve peligroso no solo por su propia debilidad, sino por representar directamente lo imprevisible: el quiebre latente de las reglas que nos rigen. Su pelea contra la Constitución llegó demasiado lejos. Una acción presidencial aún en el amague es un hecho de poder. El alzamiento contra un fallo de la Corte es un Vicentín recargado.
Ya no es el juez de un concurso al que confronta, sino el máximo tribunal. La pelea contra los supremos puede ser originalmente de la señora Kirchner, pero no se la puede culpar a ella solamente. El señor Alberto Fernández ya es grande, es presidente y, aunque él a veces no se entere, tiene responsabilidades. Nunca fue solo Cristina. Desde que aceptó ir en la fórmula.
Hay dos hechos que grafican en estas horas la ruina del desprestigio presidencial. Uno, es netamente simbólico. La Selección campeona de fútbol prefirió no saludarlo en Casa Rosada. El otro es constitutivo de la tragedia: alumnos de la facultad de derecho donde enseña, pidieron suspenderlo aduciendo “vergüenza”.