Por Marcelo Larraquy (*)
El mundo había cambiado durante los dos pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. De un enfrentamiento bipolar, simétrico, entre dos potencias mundiales, se habían incorporado en el escenario nuevas potencias emergentes.
En esa transición de un mundo a otro, la diplomacia vaticana había quedado opacada. Francisco, con aquella carta a Putin en la reunión de San Petersburgo del G20, se presentaba por primera vez en ese nuevo escenario global. “Que los líderes de los Estados del G20 no permanezcan inertes frente a los dramas que vive desde hace demasiado tiempo la querida población siria y que corren el riesgo de llevar a nuevos sufrimientos a una región tan probada y tan necesitada de paz”, concluía el Papa. Y el G20 retiraría su apoyo a Obama para un ataque a Siria.
Francisco fue el primer pontífice que provino del sur en la historia de la Iglesia. Desde que asumió, intentó tomar el control directo y centralizado de la comunicación. Con muchos enemigos internos dentro de la curia romana -que aspiraban a un Papa italiano o extranjero, surgido de sus propias filas-, se propuso ordenar la información, para que se conociese en el momento en que la Santa Sede, a través de los órganos oficiales de difusión o el Papa, en entrevistas o conferencias de prensa en las giras internacionales, la diera.
Con la creación de este nuevo modelo -comunicar los hechos una vez consumados, para evitar que trascendiesen sus procesos internos-, a la prensa vaticana le resultó difícil captar información sensible o secreta de su gobierno. Pero este paradigma, que funcionó sin fallas durante más de dos años, comenzó a mostrar sus fisuras cuando se filtró el borrador de la encíclica ‘Laudato si’, cuando se publicó la carta, de carácter privado, de un grupo de cardenales al Papa en ocasión del Sínodo Ordinario de 2015, y, más aún, cuando dos libros publicaron documentos internos de la Pontificia Commissione Referente di Studio e di Indirizzo sull’Organizzazione della Struttura Economico-Amministrativa della Santa Sede (su sigla simplificada es COSEA), que detallaba el despilfarro y la corrupción de la curia romana, en noviembre de 2015.
En su largo trabajo para la reforma de la curia, Francisco intentó trascender el mundo de rumores, resistencias y conspiraciones que anidan en ella, para evitar subsumir su Pontificado al agobio de males que ya habían consumido las fuerzas de Benedicto XVI.
Al comando de la Iglesia, volvió a darle una dimensión universal. Retomó la misión evangelizadora hacia las periferias y trabajó sobre temáticas que la curia había abandonado o mantenido la distancia: el hambre, las víctimas del tráfico humano y la trata de personas, los refugiados de las guerras y excluidos del mercado. En resumen: la nueva esclavitud moderna. Ningún líder mundial denunciaba los dramas humanos, que no tienen nación ni diócesis, como lo hacía el Papa a partir de 2013. No bastaba la caridad cristiana para afrontarlos. Con su impronta de pastor, el Papa dio a esa agenda un carácter político y la introdujo en el centro de su geopolítica pastoral.
Con esa intención se fue gestando el “Código Francisco”.
El Papa fue construyendo prestigio y liderazgo con su carisma. Daba ejemplos de austeridad personal, pedía el cuidado de los ancianos, abrazaba a un enfermo con la cara deformada. Los creyentes lo percibieron como alguien que había recibido la señal de paz y libertad del Espíritu Santo.
Francisco utilizó los instrumentos religiosos y políticos del Pontificado para hacerse oír en los poderes mundiales. Lo hizo con urgencia. Demostró su necesidad de ser escuchado. Repitió, recordó, insistió. Lo hizo cada mañana, en cada homilía de la capilla de la Casa Santa Marta, con discursos que se transmitieron al mundo. Lo hizo en sus giras continentales. No buscó un mensaje para la historia, o para consolidar su legado. Su mensaje era para que el mundo lo escuchara “aquí y ahora”.
(*) Extracto del libro “Código Francisco” (Ed. Sudamericana) del periodista y escritor Marcelo Larraquy.