Por Silvia Ons (*)
Hace pocos años, vino a verme un joven investigador del Conicet en neurociencias, lo aquejaban diversos síntomas y quería analizarse. Me sorprendió que optara por el psicoanálisis en lugar de terapias cognitivas y me dijo que el psicoanálisis era lo más cercano… a la ciencia. Aclaró, además, que hay una gran confusión en homologar a las neurociencias con el cognitivismo y que especializarse en ellas no implica caer en vulgata simplista del cognitivismo en los últimos tiempos. Le atraía del psicoanálisis el rigor lógico que se encuentra en su método conocido por él, no solo por haber leído, sino por relatos de su novia que se analizaba desde hacía un tiempo. La interpretación, decía, no quedaba en manos del analista, sino que surgía de las palabras del analizante, dichas pero desconocidas.
Suele desvalorizarse al psicoanálisis con el argumento de que no sería científico, el patrón lógico positivista no hallaría en nuestra disciplina su suelo firme. El saber trasmisible de la ciencia, válido para todos, no es el saber al que llega un paciente en análisis; sin embargo, la lógica con la que ha arribado a producirlo, tiene su pie en ella.
La asociación libre sigue un determinismo y la interpretación no está abierta a todos los sentidos, es por ello que para que el psicoanálisis no esté condenado a extinguirse, para que su éxito no sea aleatorio y pasajero, Lacan sitúa su porvenir y su credibilidad, en esa “marca” de cientificidad que Freud le ha otorgado desde su nacimiento. Se trata de una marca insoslayable que, sin hacer del psicoanálisis una ciencia, su advenimiento ha dependido de ella y de su surgimiento en el siglo XVII.
En los últimos tiempos, el pensamiento de Sigmund Freud y de Jacques Lacan es objeto de crecientes críticas. Podría decirse, es cierto, que las impugnaciones al psicoanálisis lo acompañan desde sus propios orígenes. Pero al período de las resistencias iniciales le sucedió otro de amplia difusión y aceptación general logradas muchas veces, también hay que decirlo, a expensas del rigor.
La cultura en general se nutrió de sus ideas; el cine, la pintura y los movimientos sociales no las dejaron en los márgenes. Y ni que decir de la pedagogía y de la educación, que se sirvieron del psicoanálisis para entender los síntomas de la infancia. Hasta hace poco, pensadores políticos como Laclau explicaron muchos eventos sociales tomando la teoría del significante de Lacan.
Pero hoy no se debate, sino que se rechaza, y las resistencias están más encarnizadas que nunca. No por nada, en 1916 Freud ubicó al psicoanálisis dentro de los tres grandes descubrimientos que hirieron el amor propio de la humanidad. Copérnico mostró que la Tierra no es el centro del universo, conmoviendo la pretensión del hombre de sentirse dueño de este mundo. Darwin puso fin a la arrogancia humana de crear un abismo entre su especie y la del animal. Pero ni la afrenta cosmológica ni la afrenta biológica han sido tan sentidas por el narcisismo como la afrenta psicológica.
Porque el psicoanálisis enseña que el yo, no sólo no es amo del mundo ni de la especie, sino que no es amo en su propia casa. La vida pulsional de la sexualidad no puede domesticarse plenamente, lo que no se integra se reprime, nuestra morada está habitada por aspectos que no queremos reconocer, ya que no entran en armonía con nuestros ideales. Pero el empeño por rechazar fracasa y lo más extraño de nosotros emerge desfigurado a través de los síntomas. No cabe asombrarse, afirma Freud, que el yo no le otorgue su favor al psicoanálisis y se obstine en rehusar su crédito. Diremos que tanto ayer como hoy.
Las terapias no analíticas son aceptadas pues se empeñan por erigir al yo como soberano, le enseñan cómo liberarse mejor de lo que irrumpe, elevan su apetito de control, lo invitan a no acercarse nunca al suelo molesto de su hábitat. Pero ello, no lo dudamos conducirá siempre a lo peor, no sólo porque se habrá limitado el campo del conocimiento, sino por el destino infernal que sufrirá lo que se intenta eludir.
Debemos admitir que los renovados ataques producen en los psicoanalistas una mezcla extraña, difícil de explicar, de indignación y alegría. Indignación por la pobreza y opaca intención de la mayoría de los argumentos esgrimidos. Alegría porque la impiadosa visión negativa, el encarnizamiento pasional, testimonian que la potencia revulsiva del pensamiento de Freud y de Lacan permanece intacta y sus ideas siguen siendo indigestas para una sociedad no menos hipócrita que la suya. Más sutilmente hipócrita, eso sí.
Pero vayamos a las críticas. Algunas de las principales objeciones son: dudosa cientificidad de las teorías elaboradas por Freud, poca efectividad de la terapia analítica, tinte conservador de la vida y la cosmovisión freudianas. Las teorías freudianas serían escasamente científicas -por no decir acientíficas o anticientíficas- conforme a un patrón de cientificidad dictado por una epistemología dominante, demasiado apegada a rutinas de conocimiento que encuentran un lejano precedente en algunos procederes de la física clásica. En los comienzos del siglo XXI vale preguntar una vez más, sin embargo, en qué radica el carácter científico de un discurso.
¿Bastará con obedecer servilmente paradigmas epistemológicos construidos siempre después del acontecimiento científico o se tratará antes bien de abrir al conocimiento territorios vírgenes, mutando así la naturaleza misma de la racionalidad, que no puede permanecer indemne a los nuevos descubrimientos?
Freud jamás se desprendió de los ideales de cientificidad de su época que moldearon su formación y antes que analista, fue neurólogo. El psicoanálisis nació en tierra científica, su creador estudió bajo Helmholtz y Dubois-Raymond, verdaderos positivistas y compartió creencias con los científicos de su tiempo. Sin embargo, pese a todas estas credenciales del psicoanálisis, el vecindario no está de acuerdo.
Freud creía firmemente en la ciencia, baste recordar que cuando Breuer le confió información sobre la famosa cura de Anna O., se interesó vivamente, pero necesitó antes verificar en París, que Charcot le otorgaba categoría científica y médica al estudio de la histeria. La mirada sobre este cuadro no es la de un chamán sino la de un hombre de ciencia que antes comprueba que los síntomas no se explican a nivel neurológico pero que sin embargo obedecen a leyes ligadas al lenguaje.
Pese a la creencia de muchos psicólogos, no todo lo que ocurre en el cuerpo es objeto de interpretación analítica, sino aquello de ese cuerpo donde la ciencia no responde y que clama por ser escuchado. Es por ello que Lacan afirma que el sujeto del psicoanálisis es el sujeto de la ciencia. Ese sujeto que la ciencia rechaza por no tener lugar en ella, nómade y errante pero producido por ella misma, será alojado por el psicoanálisis.
Cuando Lacan inventa el dispositivo del pase tiene como aspiración que ese saber singular que el paciente obtiene en un análisis y los cambios que este produce puedan trasmitirse a la comunidad. Nada más ajeno a los terrenos inefables o a las experiencias indescriptibles e inenarrables y sí en cercanía con la aspiración científica. Y acaso navegue el psicoanálisis entre la ciencia y el arte, ya que en semejanza con la tarea del artista, el analizante construye con las marcas de su historia algo diferente a su neurosis.
(*) Analista Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis