Por Silvio Santamarina
Listo, se acabó. Ciclo cumplido. Se podrán hacer muchos chistes acerca del mesianismo poético de Elisa Carrió, pero hay que reconocer que, cuando ella aprieta el pomo del Apocalipsis, es porque se viene el caótico carnaval del fin de un ciclo político-económico y, Dios no permita, institucional. Cuando Lilita advirtió sobre el “lado oscuro” de Mauricio Macri acertó, pero se quedó corta: el tema es la oscuridad de toda la oferta dirigencial para esta temporada electoral.
La propia Carrió dio pistas en este sentido, cuando amplió sus sonoras declaraciones de esta semana, alertando sobre el peligro de que una sociedad entre Macri, Bullrich y un sector de Juntos por el Cambio por un lado, y Javier Milei por el otro, pudiera llegar al Gobierno con una voluntad de shock refundacional sin sustento parlamentario ni social, lo cual, en la visión de Lilita, podría desembocar en otro proceso signado por los crímenes de lesa humanidad, como mecanismo desesperado para retener la gobernabilidad.
Carrió: «El lado oscuro de Macri está jugando para que pierda Juntos por el Cambio»
Como pasa siempre que Carrió acierta con su análisis histórico, su fraseo suena exagerado, aunque en realidad se queda corta. El peligro de un desmadre social e institucional excede a la toxicidad de una eventual alianza entre el liberalismo macrista y el libertarianismo de Milei: el crack acecha a cualquiera que le toque gobernar tras la fantochada de Alberto Fernández, sumada a la herencia inflamable (por la deuda y por el desencanto cívico) que le había dejado la gestión de Macri. Hasta Cristina Kirchner lo viene dejando claro, en sus “clases magistrales” sobre el estado de la nación.
Por eso, el lado oscuro del que habla Lilita ensombrece el rostro de todos los líderes que hoy se disputan el poder en la Argentina, un poder inasible porque está hecho de esquirlas apenas pegoteadas. Un poder que se deshace ante cualquier intento de aferrarlo.
Y esa cuasi certeza de que al próximo gobierno le va a ir mal -nube negra que enrarece las encuestas y alimenta el fantasma libertario- tiene el efecto retrospectivo de envenenar la salud de las coaliciones dominantes -hasta ahora- de la oferta política argentina: a saber, el Frente de Todos y Juntos por el Cambio. Es cierto que, en temporada de internas, los trapitos al sol vuelan impúdicamente y apestan. Pero todos compartimos, más allá de tanta divergencia de diagnósticos, la sensación de que el internismo se pasó de castaño oscuro. Y ese es el “lado oscuro” que puso en evidencia Carrió.
Hipótesis: el kirchnerismo y el macrismo, tal como los conocíamos, se están acabando. Por eso, sus dos líderes indiscutibles, Cristina y Mauricio, se bajaron, con bastante tiempo de anticipación, de la carrera electoral. Pero a ambos les cuesta darse por superados por la Historia, e intentan dibujar la cuadratura del círculo que los deje al tope del poder, sin ocupar el sillón presidencial.
La decadencia institucional les da -o parece darles- la razón, en eso de que, hoy por hoy, no necesariamente “la lapicera” está en el despacho principal de la Casa Rosada. Pero también, lo de Cristina y Mauricio, funciona como profecía autocumplida para la democracia nacional: si se puede aspirar a seguir mandando sin necesidad de ostentar el bastón presidencial, ¿qué rol queda para quien quede circunstancialmente al cuidado del sillón de Rivadavia? La pantomima que protagoniza lastimosamente en estos meses Alberto Fernández permite vislumbrar una respuesta.
Insisto, se trata de un hipótesis, porque en la Argentina nunca se sabe. Pero todo indica que tanto el kirchnerismo como el macrismo ya no son lo que eran, ni remotamente.
Lejos quedó aquella “década ganada”, en que Kirchner significaba una sola entidad, un símbolo indivisible, más allá de las preferencias por Néstor o Cristina. Hoy, el Presidente homenajea el kirchernismo de Néstor, dejando ver que esto que lidera Cristina es apenas una sombra desflecada. Y, a pesar de sus motivaciones vengativas personales, no está nada solo en esa mirada.
Algo parecido sucede con el macrismo, que ya no se sabe bien qué se designa con esa palabra. Lejos quedaron los años épicos de Mauricio con bigotes, enamorando a las clases medias con su abolengo aspiracional de cheto que a su vez entiende la idiosincrasia peronista de la popular. El mutis por el foro de figuras como María Eugenia Vidal son sintomáticas de este desencanto. Esa mezcla de modernidad, gobernabilidad tecnocrática y progresismo liberal dio paso al salvajismo policlasista que propone Milei, y que Macri alienta sin el decoro que alguna vez supo cautivar a la “gente como uno” que lo votaba y que llamaba a votarlo.
Se acabó el romanticismo, tanto K como M. Y sus líderes se aferran a su poder residual para hacer el duelo con el menor dolor posible, o peor, para evitar pasar por el saludable e inexorable trámite vital del duelo que implica decirle adiós a una era que ya debe pensar su retirada digna, más que su permanencia a cualquier precio. Y eso le cuesta al entorno del poder, no sólo a los que están en la cima. Por eso, la tarea de alumbrar nuestro “lado oscuro” es de todos. De eso depende la República, diría Lilita.