Por Silvio Santamarina
Como diría Néstor desde el más allá, Cristina está “nerviosha”. Aunque los factores de esa turbulencia emocional son -como la inflación- multicausales, podrían resumirse en un solo y conocido nombre propio: Daniel Scioli. Tan alterada la tiene la persistencia del exmotonauta, que incluso le contagió esa furia a su hijo Máximo, quien lanzó un comunicado tuitero del PJ bonaerense -que él preside- de un nivel de desprecio tan obsceno contra compañeros de frente electoral que la marca Unión por la Patria (UP) responde más que nunca a aquella definición borgeana de que nos une más el espanto que el amor.
En una semana de cierre de listas que no arroja ganadores por ningún lado -en ninguno de los famosos “tres tercios”, ni al interior de esos rejuntes-, se impone considerar el hasta hace poco desdeñado “factor Scioli”.
Nunca hay que olvidar, en estos tiempos de minorías electorales nostalgiosas de antiguos batacazos, que Scioli perdió contra Macri, en 2015, por muy poco, y que aquel macrismo que lo derrotó ya casi no existe como tal. También es un dato concreto que, luego de cargar durante un tiempo con el estigma del “¿Qué te hicieron, Daniel? ¿En qué te has convertido?” que le colgó Macri durante el debate presidencial, la imagen de un Scioli abducido por el cristinismo quedó superada por el rol lastimoso que jugó Alberto Fernández en los últimos años, e incluso Sergio Massa, que pasó de “meterlos a todos presos” y terminar con los “ñoquis de La Cámpora”, a un presente de arrepentido acomodado dócilmente en la tribuna de la Vicepresidenta.
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Todo es relativo, y está relatividad cínica que moldea las identidades políticas de esta temporada electoral deja a Scioli casi en el lugar de un prócer de la Argentina Titanic.
Tal vez haya quienes comparen la actual rebelión sciolista ante CFK con la fallida apuesta de Florencio Randazzo cuando se le paró de manos a la Jefa, y lo pagó casi con su futuro político.
Pero el historial de Scioli es diferente, ya que está jalonado por varios panquecazos que resultaron exitosos. Y, paradójicamente, en su larga relación de subordinación al kirchnerismo logró mantener el ambiguo perfil bifronte, al mismo tiempo obediente y traidor en potencia. Aunque se lo pueda comparar con Alberto Fernández y con Massa en ese oportunismo basado en decirle a cada interlocutor lo que esté dispuesto a escuchar y nada más, el modo Scioli es más, digamos, Zen, menos ansioso y ávido que los otros intermediarios crónicos. Lo suyo es esperar el momento justo, no importa cuánto tarde en llegar.
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Parece claro que, en una interna clásica, a Scioli no le alcanzaría para enfrentarse al caballo de la comisaria señalado entre los aspirantes peronistas. Pero esto son las PASO, un engendro aberrante pensado por los Kirchner más para empiojar el armado de sus opositores que para sanear la calidad representativa de los partidos políticos. Entonces, lo que se llama vulgarmente una interna, siempre hay que recordar que no lo es: sería algo así como una encuesta nacional pero con carácter vinculante.
En ese mecanismo, Scioli podría funcionar como una válvula de escape, que le permitiría al votante peronista darle la espalda al cristinismo, y a la vez al elector no peronista darle una variante retorcida de voto anti K. Cuando el escenario se convierte en un vale todo, Scioli muestra mejor que nunca su habilidad felina para caer parado. Siempre.
Supongamos que esta vez, por esas burlas del destino, Scioli gana las PASO de UP y vuelve a ser el candidato presidencial de un peronismo todavía dominado por Cristina. Sin la fecha de vencimiento de todo albertista puro, ni el desgaste del Via Crucis monetario que carga Massa, ni la pesada herencia de un cristinista auténtico, Scioli podría darle al peronismo un perfil votable para propios y ajenos.
Nadie lo votaría con euforia, pero en esta elección los votos eufóricos no parecen suficientes para perforar la barrera de “los tercios”, y en un ballotage, las reglas algebraicas cambian para reducir todo a una brutal opción binaria, donde solo queda conformarse con el mal menor. Y ahí es donde “el Pichichi” adquiere algo parecido a una identidad pública con potencial ecuménico. Ojo con Scioli.