Por Silvio Santamarina
Mientras la clase política argentina resiste los cambios furiosos que parece pedir el resto de sus compatriotas, hay una mutación que, se quiera o no, amaga con imponerse en el corto plazo: el statu quo monetario nacional. Por eso, vale la pena asomarse a un caso curioso de la reflexión monetaria, que ilustra cómo una sociedad se da su moneda, más allá de los planes, acertados o errados, de sus dirigentes.
Hay un relato interesante, tan clásico en la academia como poco citado en la prensa, que sintetiza los debates sobre la naturaleza del intercambio dinerario. Su autor es el economista angloamericano Richard A. Radford, que empezó su carrera estudiando en Cambridge y la culminó como funcionario del Fondo Monetario Internacional. Pero lo más llamativo de su vida y de su obra sucedió a medio camino de su biografía personal y profesional.
Cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial, Radford dejó sus estudios para alistarse en el Ejército Británico. Combatiendo en el norte de África fue capturado por los alemanes, que lo mandaron a un campo de prisioneros de guerra en Bavaria, en 1942, donde permaneció hasta el final de la contienda. Lejos de entregarse a la depresión, el pánico o el aburrimiento sin remedio, el estudioso observó con ojos de economista la vida de encierro, y la transformó mentalmente en una especie de laboratorio para pensar teoría monetaria. Fruto de esa aventura intelectual fue su ensayo “La Organización Económica en un Campo de Prisioneros de Guerra”, que hasta la actualidad figura como bibliografía recomendada en los manuales internacionales de economía y finanzas, tal vez por su rara combinación de relato curioso, estudio antropológico y paper economicista.
Si bien las necesidades básicas de los prisioneros estaban aparentemente satisfechas por las provisiones que entregaban las autoridades alemanas y la Cruz Roja Internacional, pronto se desarrolló un mercado interno de intercambio de raciones, entre las que estaban los cigarrillos, que se convirtieron en una auténtica moneda del campo de refugiados.
Radford se asombró de ver que esa forma improvisada de dinero propiciaba una economía de mercado en escala, con intermediarios, prestamistas y hasta un “mercado de futuros”, que ofrecía pan a quien lo quisiera antes del día oficial de su reparto, a cambio de una justa comisión.
Aunque todos recibían el mismo paquete de provisiones por parte del “Estado”, no todos usaban los productos con la misma intensidad: estaban los que preferían el café, otros no comían carne, estaban los fumadores a quienes no les alcanzaba la ración de cigarrillos y estaban los no fumadores, a quienes le sobraba. Incluso hubo un debate sobre si era justo que los no fumadores recibieran igualmente cigarrillos.
Todo podía comprarse en cigarrillos, que era la moneda preferida por la comunidad por su portabilidad, su relativa durabilidad, en definitiva, por su aptitud para actuar tanto como unidad de cuenta como reserva de valor. El hecho de que esa moneda tuviera valor de uso intrínseco para los fumadores (que le metían presión al mercado de cambios en épocas de estrés por bombardeos o malas noticias, ya que fumaban más de lo habitual) la convertía en dinero/commodity, como el oro, por ejemplo.
Y aunque se emitieron en un momento vales para comprar y vender en el restaurante y la despensa del campo, los cuales se convirtieron en una especie de cuasimonedas, igual el pucho quedó como el circulante preferido. Y la política de “precios sugeridos” lanzada por las autoridades del campo, para estabilizar las fluctuaciones de valor entre las demás provisiones, los puchos y los vales, fue desbordada por los acuerdos en el “mercado paralelo”, que incluso comerciaba más allá del campo, en el mercado negro que proveía a bares y tiendas germánicas civiles.
Cualquier semejanza con la actualidad argentina, es pura coincidencia histórica.