Por Rolando Klempert
En el mundo corporativo, Benjamín Reynal es reconocido como un importante empresario, CEO de Energía del Sur, una de las mayores generadoras de energía termoeléctrica de la Patagonia. Está formado en los EEUU y se mueve con habilidad en el universo empresarial. Sin embargo, cuando se describe a sí mismo, no es lo primero que destaca. “Escritor, bombero voluntario y empresario”, resalta en su perfil de Instagram.
Cuando volvió a la Argentina con el título en la mano, tenía 25 años y un deseo o, mejor dicho, un plan. Se fue a vivir al campo una vida distinta a la de las grandes torres porteñas o la de los exclusivos countries bonaerenses, e inició un verdadero viaje de transformación.
Se adentró con pasión en la literatura gauchesca y se fue a recorrer 5.000 kilómetros a caballo. A los nueve meses volvió con una historia -cientos de historias que ahora formaban parte de la suya-, y también con un irrefrenable deseo de contarlas. Pero faltaba mucho para eso.
Fruto de esta vida telúrica, se enlistó como bombero voluntario, actividad que todavía ejerce, y allí se topó con otras tantas historias que quería contar y no sabía bien cómo. Llegó la pandemia y se inscribió en un taller de la escritora Leila Guerriero, quien lo orientó para publicar “Contra el fuego”, su primer libro, publicado por Planeta. Fue un éxito.
Eso lo motivó a seguir formándose y así nació “El tiempo lento”: 20 años después de aquella travesía ecuestre, con 49 años y a la luz de su experiencia de vida, Reynal reconstruyó ese viaje y lo presentó hace apenas un mes en Buenos Aires. En ese marco, conversó con Newsweek Argentina sobre su historia, su libro y su última gran aventura, que será el tema de su tercera obra.
¿Cómo llega a la literatura desde una actividad que parece tan contrapuesta como la energía?
– Lo que pasa es que viene de antes. Yo viví en el campo. Estudié administración de empresas en EEUU y cuando volví me fui a vivir al campo. Allí surgió la idea de hacer un viaje a caballo. En el campo hay mucho más romanticismo, más poesía. Y son esos gustos que te van llegando despacio; no es que uno los descubre de golpe. La literatura es mucho más difícil, porque al principio es dura, e incluso te puede resultar aburrida. Siempre leí mucho, soy un gran lector. Y después de hacer ese viaje a caballo volví conmovido, movilizado por la Argentina que vi. Entonces empecé a escribir. Pero me di cuenta que lo que escribía era malo, espantoso. Y empecé a trabajar con editores, tomé talleres de literatura y, por supuesto, tuve que leer mucho más.
¿Qué leía?
– Centenares de libros. Al principio, más literatura gauchesca argentina, los típicos: “Don Segundo Sombra”; “Martín Fierro”; “La tierra purpúrea”, de Hudson; “Una excursión a los indios ranqueles”, de Mansilla. Eso fue previo al viaje, fue lo que me motivó. Leí muchas novelas y ahora estoy más metido con la no ficción, los ensayos. Leer para la escritura es como escuchar música para poder tocarla.
Estuve más de un año estudiando con Leila Guerriero, durante la pandemia, en la época más dura, cuando no salías ni a la esquina. Para mí era también un espacio de escape y reflexión. Ella es buenísima, además, me leí todos sus libros.
¿Esa soledad del campo, luego la pandemia y esa pulsión de escribir fueron forjando la creación de “El tiempo lento”, su último libro?
– La escritura suele ser una actividad muy solitaria. Para mi la soledad tiene algo muy positivo, que es esa independencia, ese tiempo para la reflexión. “El tiempo lento”. Es tranquilizarte, pensar bien qué es lo que querés decir. Una vez leí que “escribir es pensar con más detenimiento”. Es muy distinto a mandar un mensaje por WhatsApp, algo instantáneo, breve. Me gusta más escribir textos largos, con un nivel de pensamiento más profundo, contar las cosas bien. Además, si alguien se va a tomar el tiempo de leerte, que hoy por hoy es valiosísimo (porque la gente tiene menos tiempo), tenés que tratar de hacer lo mejor posible. Y eso se logra sentándose horas y horas. Yo tampoco soy de escribir todo de un tirón. (se ríe)
“El tiempo lento” habla de un viaje particular. ¿En qué consistió?
– Yo tenía 24 años. Me acababa de recibir en EEUU, en Finanzas. Y llegué al campo a ensillar los caballos. Era un sueño. El “sueño” hoy es algo que está bastante devaluado también, porque lo usamos para todo: cualquier cosa es “un sueño”. Tenía el deseo de hacerlo. Soy de resolver las cosas bastante rápido y fácil. Soy el “anti-plan”. No me gustan los planes largos. Agarré dos caballos, un par de alforjas muy chiquitas, unos mapas. No había GPS. Era 1998 y estaban los primeros celulares; no llevé. Tampoco llevé ni carpa ni bolsa de dormir. En las alforjas llevaba una muda de ropa; un botiquín para los dos caballos y para mí; una linterna; una máquina de fotos con rollo; un cuaderno en el que iba anotando mis cosas; un cuchillo; y un revólver (por las dudas, y que por suerte nunca disparé).
Salí desde un campo familiar en la zona de Lincoln, en el Oeste de la Provincia de Buenos Aires. Era 1° de septiembre de 1998 y recorrí 15 provincias, unos 5.000 kilómetros por el norte. Hice todo el Litoral, atravesé Chaco hasta Jujuy, cruzando Salta. Después bajé hasta Mendoza, haciendo gran parte de ese recorrido de noche, por el calor: era febrero, marzo. Cruzaba Catamarca y el calor te reventaba. Salía cada vez más temprano, a las 5 de la mañana, a las 4, a las 3…
Yo hoy miro la agenda que llevaba y me parecen inverosímiles esos horarios. Me cuesta creer la energía que tenía. Me levantaba a las 2 de la madrugada y a las 2.30 ya estaba andando. Y después directamente empecé a partir a las 21, andaba toda la noche y desensillaba al día siguiente. Aunque saliera a las 2, ya a las 7 u 8 me agarraba el sol. Y no había nada en el medio. Las distancias que hay en San Juan o La Rioja son muy largas, y yo iba a 5 kilómetros por hora.
¿Organizaba cada jornada en base a distintas escalas, digamos?
– Claro, paraba en postas. La misma gente me iba diciendo: “En los próximos 45 kilómetros no hay nada, pero si te estirás un poco más, hay una estación de tren abandonada, y ahí hay un cuidador, don Sosa. Decile que vas de parte mía”. Y por ahí llegabas y no estaba Sosa, que se había ido al pueblo una semana. O había una escuela, una estación de policía. Como no llevaba bolsa de dormir, si tenía que dormir en el campo, lo hacía arriba del recado. No era tan malo. Además, tenía 25 años y un entusiasmo tremendo. Pero la mayoría de las veces paraba en las casas de la gente y nunca jamás, ni una sola vez, pagué por el alojamiento. Fue maravilloso. Gente que no me conocía. Las estancias se acaban acá nomás. Saliste un poquito al Litoral y realmente hay pocas, a una distancia muy grande. En La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero no hay estancias; hay campos sin alambrado, algún rancho, una estación de tren.
¿Cuándo regresó?
– Volví nueve meses después al mismo punto de partida. Como dice el poema de Eliot: “El fin de toda nuestra exploración será volver al mismo punto de partida y conocerlo por primera vez”. Al regresar, uno vuelve para mirar con nuevos ojos.
¿Qué vio en la gente de ese interior profundo de la Argentina?
– Vi una enorme generosidad, una hospitalidad inmensa, un amor muy grande por el caballo. Si uno viaja en moto o bicicleta no te dan mucha bola, pero el caballo une en el interior argentino. También les da ganas de alojarte porque les da curiosidad también. Alguno había escuchado en la radio que yo iba a llegar. O pasó un camionero que les dijo “ahí viene uno”. Eso era lindísimo. Y te invitaban a quedarte en su casa, incluso diez días.
Ese diario que llevó durante el viaje, ¿fue luego la fuente principal para “El tiempo lento”?
– Un recordatorio de cosas más precisas. El nombre de alguien, algún lugar, la fecha. Pero lo importante queda grabado en la memoria. Si uno va a escribir sobre algo que ocurrió hace 20 años, a nadie le va a interesar la fecha exacta. Hay que obviar eso para que no sea un aburrimiento terrible. Lo importante siempre queda, y lo lindo de escribirlo tanto tiempo después es que podés jugar con la nostalgia. Si lo hubiera escrito al llegar, no hubiera estado ese sentimiento, que se vuelve más común a nuestra edad.
De hecho, este no es su primer libro, ¿verdad?
– Efectivamente, es el segundo.
En ese primer libro también relata experiencias que surgen a partir de vincularse con la gente, con la “Argentina profunda”, ¿verdad?
– Yo soy bombero voluntario en Bariloche, y el libro habla sobre eso. Es una obra que circuló muy bien y todavía se puede encontrar en las librerías. Lo publicó Planeta, al igual que a “El tiempo lento” (lo editó Luciana Vázquez, de La Nación, pero como no lo iban a publicar este año por las elecciones, me fui de Planeta). En estas historias de bomberos yo solo un narrador. Para hacerlo entrevisté a 40 o 50 bomberos de toda la Argentina, algunos de los cuales estuvieron en algunas de las intervenciones más importantes, como el atentado a la Embajada de Israel, el accidente del avión de LAPA, en Cromañón. De hecho, está el relato del primer bombero que entró a Cromañón y se encontró con ese desastre. Y también hay historias menos conocidas, pero no por eso menos fascinantes; e historias mínimas, chiquitas, del interior del país. Hay un fuerte contraste que refleja el mundo de la emergencia. Incluso hay un capítulo de emergentólogos que trabajan codo a codo con nosotros. Se llama “Contra el fuego” y salió hace tres años.
Por su rol laboral uno pensaría que sus experiencias más atractivas para el público podrían pasar por los secretos del mundo corporativo, de los negocios. ¿Por qué elige narrar un universo que parece diametralmente opuesto?
– Es lo contrario. Son complementarios. Si te manejás toda tu vida dentro de una línea, la experiencia se hace bastante estrecha. Hay tantas cosas interesantes en el mundo… A mí me encanta encontrar gente que hace un montón de actividades, aunque es cierto que después podés no hacer ninguna muy bien. Yo prefiero hacer un montón de cosas más o menos bien. O incluso regulares (se ríe). No me atrae la superespecialización para mí mismo, aunque la valoro en los demás.
¿Sigue ejerciendo como bombero?
– Sí, en el cuartel de Melipal. Lo que pasa es que hace unos meses dejé el Cuerpo Activo y ahora estoy en la Comisión Directiva, porque estaba realmente con poco tiempo. Solo concurro a una emergencia si fuera algo grande, porque estoy como reserva. Pero antes salía todos los días.
O sea que en cualquier momento sonaba la alarma y usted cortada su actividad profesional y salía a apagar un incendio…
– Sí. En realidad, más de la mitad de las salidas no tienen que ver con incendios, sino con rescates y accidentes. Bariloche tiene cuatro cuarteles. El nuestro es chico, y aún así tenemos un régimen de 300 salidas al año. Además hay capacitación los martes a la noche, los sábados a la tarde, muchos cursos, guardias. Se le dedica un montón de tiempo.
Su actividad empresarial y ahora como directivo del cuartel, ¿le deja tiempo para seguir escribiendo? ¿Está trabajando en un tercer libro?
– Empecé a trabajar en un nuevo libro y estoy muy entusiasmado. Pero es verdad que estoy escribiendo muy salteado: semanas que escribo un montón y semanas que no lo puedo agarrar. Me tomé 2022 casi como un año sabático con mi mujer y mis tres hijas chicas. Navegamos casi un año, cruzamos el Atlántico y estuvimos en el Mediterráneo ocho meses. No es que la quería hacer esta travesía, sino que yo siempre supe que la iba a hacer algún día. Y la cuarentena me despabiló. Mi mejor amigo, que iba a venir conmigo, se mató, y dije “es ya”. Leila Guerriero dice que es tonta la idea de que nunca es tarde para hacer algo. Es una idea que sirve para postergarte siempre.
¿Cómo fue esa experiencia familiar?
– Tengo cinco hijos. Los dos más grandes ya están en la facultad, así que no pudieron ir. Pero a las tres más chicas las anoté en un colegio online del Ejército. Alguien me contó que tenían esa propuesta, gratuita, sin horarios de clases, para chicos que están viajando por el mundo, como bailarinas del Colón, jugadores de fútbol; pero no tenés nunca una clase en vivo y no conocés nunca a tus compañeros.
Compré un velero viejo en EEUU, en Miami, con algo de plata que tenía y un préstamo que saqué allá; lo arreglé un poco; y crucé el Atlántico sin tener la más mínima idea previa de cómo navegar.
Por eso, me acompañó un skipper profesional al que le pregunté “cuánto se tarda en cruzar el Océano”. “Treinta días”, me dijo. “OK, tenés 30 días para enseñarme a navegar”. Invité a dos amigos más y el viaje lo hicimos los cuatro. Mi familia me esperó en España, en Cádiz. Fue una experiencia lindísima, muy dura. Para venir a América es muy fácil, porque te traen los vientos alisios, y hay un clima cálido, transitando la línea del Ecuador. Pero para ir a Europa es complicado, porque tenés que subir hasta las Azores, al Atlántico Norte. Fue duro, pero aprendí.
¿Su familia navegó con usted?
– No. El día que llegamos, ellos se bajaron y se subió mi familia. Y ahí seguimos solos. Yo estaba muy nervioso, porque iba con mis hijas chiquitas en un barco, con todo el tema de las orcas: hay como tres ataques por semana, te rompen el barco, te dejan a la deriva. Vivimos siempre a bordo, al ancla, usando muy pocas marinas porque son muy caras. Alguna vez entramos a puerto. Hemos estado hasta dos meses y medio sin entrar a puerto. Bajábamos con un gomón chico para ir a hacer compras, pasear, lavar la ropa, conocer. Digo que fue “casi sabático” porque yo seguí trabajando a distancia. La experiencia fue equiparable a aquel viaje a caballo: los dos duraron nueve meses, los dos fueron yendo muy despacio , al aire libre, dependiendo del clima (en el mar más todavía, porque la meteorología es todo). La diferencia es que acá mi tripulación eran mi mujer y mis hijas de 8, 11 y 14 años.
¿En este caso ha decidido no dejar madurar la experiencia?
– No voy a esperar otros 20 años (risas). LO estoy escribiendo porque es un momento particular de mi vida. Acabo de cumplir 49 años y a esta edad ya sabés lo que querés decir y cómo. Esta vez creo que la historia fue madurando durante el mismo viaje.
¿Ya pensó el viaje con una finalidad literaria posterior?
– Absolutamente. Y creo que va a ser lindo contarlo.