Por Silvio Santamarina
En 1917, en plena ola violenta de cambios en el planeta, llegó al Grand Central Palace de New York una extrañísima “obra” para la prestigiosa exposición de la Sociedad de Artistas Independientes: un urinario de porcelana, comprado en una casa de sanitarios. Aunque estaba firmado con seudónimo, el autor del envío era Marcel Duchamp, el artista francés cuyo nombre quedó como sinónimo de vanguardia estética.
Su gesto disruptivo todavía se discute hoy entre expertos, un siglo más tarde. Para bien o para mal, la broma duchampiana, para muchos un exabrupto de mal gusto y frivolidad decadente, cambió para siempre los códigos a partir del cual apreciamos el arte. Por esas cosas del destino, aquel hombre rodeado de mujeres muy influyentes en su carrera artística y vital (se cree que la idea del mingitorio en el museo fue de una amiga suya), se vino a refugiar poco después a Buenos Aires, a la calle Alsina al 1700, huyendo de la Primera Guerra Mundial y de la revolución cultural que él mismo había desatado. Solito con su alma, pero acompañado por la mirada atenta de las damas de su vida.
¿Qué tendrá que ver esa anécdota vanguardista con el escenario actual de la Argentina? Todo y nada, como propuso Duchamp, maestro de sacar y poner las cosas en contextos inciertos.
Si resumimos a lo bestia el fenómeno Milei, podríamos definirlo como el acto de colocar un inodoro en lugar del Sillón de Rivadavia. Un esperpento, una patada inguinal a la moral y las buenas costumbres republicanas.
Las caras y gestos de la clase política tradicional argentina que acompañaron el ascenso de Milei evocan el desdén, el asco y la indignación que manifestaron los críticos de Duchamp ante la provocadora postulación de un simple urinal como obra de arte. En ambos casos, se trata de “la casta” versus el loco. La institucionalidad contra el oportunismo. Es la revolución del fuera de contexto.
Sin embargo, algo de contexto lógico tiene esta elección del voto mayoritario para regir el futuro de la Argentina. Si rastreamos, en estas cuatro décadas de democracia nacional, cuáles fueron los únicos proyectos de poder que -nos guste o no a cada uno de nosotros- lograron consolidarse, afirmarse en el poder, domar el potro del desgobierno y plantar su modelo por al menos una década, para finalmente retirarse sin apuro ni helicópteros, tenemos que remitirnos solo a dos casos: Menem y Kirchner. Ambos, a pesar de su aparente divergencia ideológica, tuvieron en común su estilo iconoclasta, tanto en lo gestual como en lo metodológico. Dentro de su ley, todo; fuera de su ley, nada.
Milei compartió la última tapa de Newsweek Argentina en sus redes sociales
Ambos fueron amados, odiados y despreciados precisamente por su relativización del protocolo preexistente. Fueron hackeadores del statu quo, precisamente cuando aquel estado de cosas pedía a gritos que alguien se animara a derrumbarlo, para empezar a construir algo nuevo (malo o bueno) sobre los escombros.
Con las obvias diferencias históricas de cada caso, este tipo de momentos en que se impone la rotura de viejos códigos que ya no sirven, es el contexto en que irrumpe una “cosa” como la Era Milei. Igual que con sus antecesores rupturistas, conviven como las caras de una moneda en el aire, el temor y la esperanza.
En el caso del “León libertario”, el experimento político es aún más extremista, precisamente porque -a diferencia de Menem y Kirchner, e incluso de Macri- no se trata de un político, ni de un empresario, ni siquiera de un dirigente social tipo Grabois. Nada: apenas un showman que animaba las tertulias televisivas de la tarde.
(Anécdota personal ilustrativa de la sorpresa colectiva: todavía recuerdo los mediodías, hace apenas un par de años, en que coincidía en el mismo Starbucks con Milei, a la vuelta del canal América, haciendo tiempo ambos, cada uno en su mesita, antes de entrar al aire. Siempre solo, con sus bártulos a mano, estudiando carpetas o revisando ansioso el celular, interrumpido de vez en cuando por algún cholulo que le palmeaba la espalda al pasar, como se saluda, con más simpatía que respeto, a una celebridad low cost del pan y circo digital.)
Y ahora esto. Un anti-héroe accidental filtrado en la Casa Rosada por el voto popular, que en lugar de la viveza criolla que proponía Massa, optó por la tristeza criolla que representa Javier Gerardo, un presidente con muecas infantiles, que festeja cualquier complicidad de ocasión, sea con Cristina, con Macri o con el Rey de España. Siempre sorprendido por la investidura que le toca encarnar: acaso por eso salió del Congreso a la calle para presentarse en sociedad. Si nos parecía que a Alberto -autopercibido “hombre común”- le cayó la banda y el bastón encima por sorpresa, lo de Milei directamente no tiene nombre.
Esa falta de palabras para nombrar una situación histórica es lo que hizo posible este voto mayoritario, que estéticamente se parece a la feta de salame que algunos metían en la urna en el 2001, para quejarse del establishment dirigencial, para denunciar el absurdo de esas boletas llenas de cabezas sonrientes vaya a saber por qué, para burlarse de su maldita suerte colectiva. Solo que ahora el salame arrasó en el balotaje. Es por ahí que hay que seguir buscando respuestas a la pregunta escandalizada del progresismo nac&pop, que no entiende cómo el pueblo puede votar y hasta aplaudir a un líder que les promete ajuste, acaso el más áspero de la democracia.
El salame real en la urna, el mingitorio imaginario en el despacho presidencial: no son símbolos, al revés, es la desintegración misma de los códigos de convivencia que nos ordenaban el relato social -el Contrato Social, sostienen los esclarecidos- hasta hace poco, antes de que la motosierra nos aturdiera a todos con su ronco himno de venganza.
Salame, urinal, motosierra: qué tendrán que ver con el civilizado debate de una opinión pública ilustrada. Son puro “objet trouvé” o “ready-made”, como etiquetan los críticos al gesto duchampiano de romper las reglas, trayendo algo de afuera del sistema para ponerlo en el centro, y así cortocircuitar todos los acuerdos y sobreentendidos sociales sobre qué es lindo y qué feo, qué es correcto y qué no. Si no había nacido ya con Bolsonaro o Trump, los argentinos acabamos de inventar el Voto Duchamp.
Y así habrá que entender a Milei: no importa quién es, ni qué piensa, ni de qué está hecho. Solo hay que ver si funciona.