Por Manuel Quaranta
De ninguna manera osaría corregir las audacias intelectuales del doctor Freud. Lo aclaro de antemano ya que varios lectores evocarán a partir del título la estructura freudiana expuesta en “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico» (1916).
Obviamente, no “Los que roban por conciencia moral”, sujetos agobiados por una culpa previa y de origen incierto, quienes pretenden aliviar sus penas mediante la comisión de un delito; tampoco “Las excepciones”, individuos subidos al caballo traumático del pasado que reclaman para sí un tratamiento especial, entre algodones; porque sufrieron, merecen la imaginaria compensación de estar más allá (o más acá) de los límites que afectan al resto de los humanos. Quedan “Los que fracasan cuando triunfan”.
Todos conocemos a alguien para meter en esta bolsa (y así evitar meternos a nosotros mismos). Lo hemos escuchado durante años quejarse sin cesar, lamentarse por una suerte esquiva, implorar a los Hados por un cambio de fortuna, y de pronto, un día, los astros le son propensos, el destino lo favorece, obtiene lo que supuestamente quería, y al obtenerlo, se desploma, se deprime, se hunde en el pantanoso fárrago del éxito y todo comienza a salirle peor de lo que le salía cuando estaba atormentado. Llega a razonar, qué bien estaba cuando estaba mal.
Al inventor del psicoanálisis, por supuesto, lo conmueve esta conducta. Para él es comprensible que fracasar en la consecución de un proyecto deseado nos empuje a la pesadumbre, lo asombroso, lo realmente asombroso, resulta que un individuo se sienta amenazado (y luego se enferme) por el cumplimiento de su deseo.
Freud vuelve a comentar la tipología en el glorioso texto “Un trastorno de la memoria en la Acrópolis” (1936). En forma de epístola dirigida a Romain Rolland por el aniversario número setenta de su nacimiento, Freud le cuenta al escritor francés el malestar que sintieron junto al hermano menor cuando se dirigían a la ciudad que siempre habían soñado conocer, y trata de explicar el fenómeno partiendo de una pregunta sostenida en la lógica de los triunfadores fracasados: ¿por qué razón el inminente cumplimiento de nuestro deseo ensombreció el clima de felicidad?
Este es el planteo básico y no requiere de mayores desarrollos hermenéuticos, al menos para la presente edición, en la que quiero recuperar un lapsus linguae relacionado al tema.
Ocurrió en una semana plagada de actos fallidos reveladores de mi situación subjetiva. Días antes había dicho: “Al muerto” en lugar de “almuerzo”, “Las grietas de la razón” por “las grietas de la creación”, y había perdido un disco rígido externo y un libro en cuyo título aparecía la palabra familiares.
Ahora era lunes por la tarde, conversaba con un amigo psicoanalista (además de escritor y artista) y quise traer al diálogo la tipologíafreudiana. Dije: “Los que fracasan al pensar”. David Nahón, mi amigo, siempre atento al discurso del otro, aclaró: “Triunfar”. ¿Cómo? “Dijiste de los que fracasan al pensar”, es “triunfar”. Fue un shock. Un cross de inconsciente a la mandíbula. Quedé estupef(acto).
En ningún momento había advertido el desliz, mi acto fallido. Sabemos que cuando un neurótico yerra en el lenguaje se desata la fiesta. El yerro es un acierto, el error un éxito, el acto fallido un acto logrado. El inconsciente habla, habló, hablará. Y no fue cualquier palabra. Nunca es cualquier palabra. Utilicé (queriendo sin querer) un verbo capital (como la pena) en mi vida.
Ya a los once o doce años, un compañero de escuela me diagnosticó con ojo clínico: “No tenés paz mental” (justamente se llama Franco). Ese juicio tan simple significaba que las personas a mi alrededor (niños, ancianos, adultos) notaban los procesos de ebullición dentro de mi cabeza, verificables sin duda en mi conducta diaria. Por unas cuantas analogías, incluidas las físicas, sirve como referencia la frase de aquel pésimo y adorable alumno de la serie Señorita Maestra, Palmiro Caballasca: “¡Me hirve (sic) la cabeza!”. Así vivía y así vivo, sometido a una proliferación incesante de pensamientos, que, en principio, tienden a sugestionarme, a jugarme bromas pesadas, a generar sospechas sobre los otros y sobre mí mismo; como les sucede seguramente a ustedes, en mayor o menor medida.
En este contexto, una frase de Hamlet (¿¡casualidad!?) no dejaba de insistir: la conciencia (la previsión) nos hace cobardes. Tomar conciencia del lugar donde estamos (primeros en la tabla de posiciones, ocupando un lugar de privilegio en una obra de teatro, siendo el centro de atención del público) puede conducirnos a la ruina. Esa ruina buscada es de diversos órdenes y basta con leerlo a Freud para comprender la atroz comicidad del drama.
La clave reside en el pensamiento. La tradición cartesiana ha impreso aquí su marca a sangre y fuego. Pienso, luego existo. Pero (siguiendo a Lacan) ¿si fuese al revés? ¿Y si soy cuando no pienso? Vivo cuando no pienso. Escribo cuando no pienso. En todo caso, escribir piensa. Disfruto cuando no pienso. Soy feliz al no pensar que lo soy. Es preciso ponerse en forma para resistir al pensamiento.
Por favor, no se me malinterprete, no me refiero al pensamiento abstracto, ni al quehacer intelectual, en esta época tan reacia a las delicadezas reflexivas y a los razonamientos sutiles, estoy hablando del rumiar, como las vacas, de la repetición mental empastada, viscosa, empalagosa, de lo reconsiderado hasta el punto de quedar presos, como detrás de un Blindex.
Pensar, claro, es un acto, pero que recorta la vida (el neurótico vive dividido, es decir, a medias: cuando está en un lugar está a la vez en otro, cuando la está pasando bien aspira a pasarla mejor, si un día está triste anhela estar contento, cuando está contento se amarga; el neurótico siempre busca un logro más y cuando lo obtiene se le hace imposible disfrutar.
El neurótico fantasea con padecer a medias, con pagar a medias, por eso si tras arduos debates internosconsigue tomar una decisión se arrepiente de inmediato, como si nada hubiese pasado, como si pudiera borrar la historia y volver el tiempo atrás; arma y desarma, ata y desata, ese es su juego –quedar atado, permanecer fuera del juego–, bajo la pueril creencia de que vivir es gratis, de que es posible no perder, de que tiene el don de vivir dos veces, como si esta vida fuera un simulacro, una preparación, un ensayo; ignora que a la larga todo le costará el doble, o el triple, que algún día será tarde y no habrá más monedas con que pagar la cuenta –por no gastar ha malgastado la vida, por temor a vivir ha vivido muerto–; no sabe –no quiere saber– que la salvación vislumbrada es una dulce condena).
El neurótico se dedica a pensar nimiedades, pierde el tiempo con un goce autista e inservible. Esto sucede por la erotización del pensamiento que le causó un impulso mal tramitado de niño. Después, la carga sexual sella su psiquis. Parafraseo a Freud en Tótem y Tabú (1913): para el neurótico sólo existen realidades objetivas psíquicas, lo fáctico queda en un segundo plano.Por eso el neurótico reacciona frente a lo imaginado con igual seriedad que las personas “normales” frente a realidades objetivas (recuerdo un pasaje de Mañana en la batalla piensa en mí (1994), de Javier Marías, cuyo padre, Julián,ejerció la profesión de filósofo: “La superstición es sólo una forma como otra cualquiera de pensamiento, una forma que acentúa y regula las asociaciones, una exacerbación, una enfermedad, pero en realidad todo pensamiento está enfermo”).
Pongo de ejemplo este mismo texto. Si yo considerase antes de sentarme a escribir sobre Freud, o sobre cualquier tema, la pertinencia profesional, mi escaso talento, mis pobres lecturas y miles de obstáculos más, nunca escribiría una sola línea. Soñaría con escribir. Viajaría mentalmente por mares caspios y hermosos. Dispondría todos los elementos para llegar a un puerto inexistente.Estaría ocupado en preparar mi equipaje retórico para un viaje que jamás emprendería: por temor, por una idealización demencial del Otro (de su saber) y del trabajo literario (de su trascendencia).
Sin embargo, como logré desembarazarme de algunos escrúpulos (esto no es un texto de autoayuda), escribo, avanzo sin pensar, decido sin saber. Es la estrategia del barco a vela, me dejo llevar por el viento, aunque de reojo conduzco (como quien no quiere la Cosa) y en determinado momento alcanzo el objetivo. La misma táctica (trampa) de Oscar Masotta: aparento estar en la posición que estoy tratando de conquistar, aunque nunca se termine de conquistar nada, de ahí los retrocesos, los pasos en falso, los avances en espiral.
El síntoma, lo vamos aprendiendo a los tumbos (y ojalá antes de llegar a la tumba), no cede fácil, regresa y reclama su puesto. Lo reclamará siempre, es infinito por definición. La clave entonces consiste en aprender a lidiar con él.Hacete amigo del síntoma, recomendaría el viejo Vizcacha, consciente de que no es sólo algo de lo que el sujeto procura liberarse, sino la razón misma (y paradojal) por la cual vive. El trabajo psicoanalítico, en este sentido, apunta a reorientar nuestra tendencia autodestructiva (pulsión de muerte) de manera que en lugar de aniquilarnos fomente la invención y la aventura. Ingresamos así al campo del arte, quizás la única instancia donde la “omnipotencia del pensamiento” permanece productiva.
Cierra Freud: “Sólo sucede en el arte que un hombre devorado por sus deseos proceda a crear algo semejante a la satisfacción de esos deseos, y que ese jugar provoque (merced a la ilusión artística) unos afectos como si fuera algo real y objetivo”.