Por Diego Golombek (*)
Tal vez las experiencias más extrañas del estado moribundo sean las que se conocen como “cercanas a la muerte”, la célebre luz al final del túnel o la disociación corporal que nos permite vernos desde afuera, como volando sobre nuestro propio cuerpo. Extrañas, sí, pero no ajenas al escrutinio de la ciencia.
En principio, podríamos suponer que hay una química de la casi-muerte. Llega menos oxígeno al cerebro y las neuronas seguramente responden de manera peculiar. En experimentos con ratas, por ejemplo, se comprobó que en el momento del pasaje a la inmortalidad aumenta mucho el nivel de una sustancia cerebral llamada serotonina, que está relacionada con la percepción y el estado de ánimo. Pero esto no explica ni el túnel ni la luz.
La onda de una muerte consciente: qué pasa en nuestro cerebro cuando morimos
Las visiones de la transición hacia la muerte son más comunes en las personas religiosas, y si hay alguien que nos reciba (o nos devuelva) en estos sueños, su identidad suele depender del tipo de religión que profese el moribundo.
La hipoxia –falta de oxígeno– que se genera en un paro cardíaco parece suscitar la sensación de cuerpo-fuera-del-cuerpo, así como alucinaciones y luces varias. Quizás incluso se activen sin control áreas relacionadas con la memoria, de manera que la vida pase frente a nuestros ojos. Por otro lado, si el ojo no está recibiendo suficiente sangre, va a comenzar a cerrarse de a poco: he ahí el túnel aparente, y los destellos de iluminación que recibe la retina podrían representar la luz al final del túnel. ¿Fin del misterio?
Otra hipótesis propone que las experiencias cercanas a la muerte podrían deberse a un ataque de sueño REM, aquel durante el cual soñamos con angelitos u ovejas: las vivencias mortíferas serían así una especie de sueño lúcido. Si el REM aparece sin avisar durante la vigilia, no sólo nos da un ataque de sueño sino que puede acometernos la horrible sensación de estar absolutamente paralizados…, como si estuviéramos muertos.
Al mismo tiempo, si el cerebro está a punto de realizar un piquete o de decretar un paro por tiempo indeterminado, puede que las modalidades sensoriales comiencen a confundirse y, tal vez, un sentido confunda al otro de manera de producir una perspectiva cambiada –la mentada “visión desde el techo”–. En laboratorio se ha generado este tipo de experiencia mediante la estimulación directa de áreas cerebrales relacionadas con la integración sensorial, lo que no parece ser una práctica muy recomendable.
Para los temerarios y aventureros podemos sugerir otros experimentos, como una combinación de hiper-ventilación y dejar de respirar un rato hasta llegar al desmayo: los voluntarios que lo realizaron (cuya salud mental podría ponerse en duda) refieren todo el menú de experiencias cercanas a la muerte, con visiones sobrenaturales incluidas.
Sin embargo, la reina de las experiencias cercanas a la muerte sigue siendo el verse a uno mismo desde otro lado, y el premio mayor es verse desde arriba. Es fácil interpretar esa visión como un viaje al más allá, y el regreso al cuerpo como una señal de que todavía no es el momento y nos devuelven al mundo de los vivos. Como ya dijimos, si nos administran una corriente eléctrica o un estímulo magnético en áreas muy específicas del cerebro podremos vernos desde arriba o tener la paranoica sensación de que alguien nos está mirando.
No es la única situación de disociación corporal: la sensación vívida de miembros amputados (lo que se conoce como “miembros fantasma”) es otro ejemplo, también relacionado con una cierta confusión cerebral frente a las informaciones que llegan desde los sentidos.
Todo parece muy bien, pero ¿por qué esa tendencia a vernos desde arriba? Tal vez se explique por nuestra predisposición a pensar en nosotros y hacernos imágenes de nosotros mismos desde afuera. Tomemos un ejemplo: imaginen que están nadando en el mar; visualícense haciéndolo. Ahora, ¿en realidad se ven desde fuera del agua o desde la perspectiva del nadador?
Seguramente, al igual que el 80% de la gente, se ven desde fuera, como una tercera persona: figurativamente, con los ojos de otro. Lo mismo debe ocurrir cuando estamos –y esperemos no estarlo– en medio de un accidente traumático: vamos a imaginarnos (“vernos”) desde afuera, y no a partir de nuestro propio cuerpo.
La muerte, entonces, genera sensaciones que también tienen un cierto grado de universalidad. Nos cuesta entenderla, darle un sentido (más allá del biológico de “hacer lugar para los que vienen detrás”); ella nubla nuestra percepción del mundo e incluso nos angustia. Qué mejor que englobar todos estos misterios, entonces, en una experiencia religiosa, auto-explicativa, aliviadora. El sol y la muerte, dicen, no pueden mirarse de cerca.
(*) Biólogo, profesor plenario de la Universidad de San Andrés, Investigador Superior del CONICET – Columna basada en “Las neuronas de Dios”, de Diego Golombek (Siglo XXI Editores, 2022)