Por María Paula Zacharías y Gisela Asmundo, de El Ojo del Arte
El prestigioso curador internacional, referente del arte latinoamericano, después de dirigir museos, colecciones y bienales, llegó a Buenos Aires para cuidar la muestra individual de un joven artista en una galería de Chacarita. Su trayectoria, sus experiencias y su visión artística, en una charla exclusiva con El Ojo del Arte y Newsweek Argentina.
El curador e historiador del arte español Gabriel Pérez-Barreiro pasó por el país para la inauguración de la muestra del artista Ernesto Allí en la Galería Grasa (Santos Dumont 3707, Chacarita), titulada «Mire atrás al bajar».
Después de haber hecho grandes curadurías, como la 33ª Bienal de São Paulo (2018) y la de la representación brasileña de la 58ª Bienal de Venecia (2019), trabajar en una muestra individual es una situación que disfruta: «Lo que más disfruto son las muestras individuales. De hecho, en las bienales siempre meto individuales, como las de Feliciano Centurión y Jorge Macchi, porque hay ahí un compromiso de comprender la obra. En las muestras temáticas muchas veces las obras están porque son útiles al discurso del curador. Una individual te fuerza a confrontarte con otro ser humano. Hay mucho aprendizaje en ese proceso», cuenta. Allí presenta en Buenos Aires una serie de puertas de colectivos intervenidas como vitrales medievales: «Es una experiencia bastante única».
Pérez Barreiro es un experto en arte latinoamericano, referente en el mundo. De 2002 al 2008 fue curador de Arte Latinoamericano en el Blanton Museum of Art de la Universidad de Texas en Austin. En 2007 fue curador general de la 6ª Bienal del Mercosur en Porto Alegre, Brasil. Es doctor en Historia y Teoría del Arte por la Universidad de Essex (Reino Unido) y máster en Historia del Arte con Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Aberdeen.
De 2000 a 2002 fue director de artes visuales de The Americas Society en Nueva York. Fue también coordinador de exposiciones en la Casa de América, Madrid. De 1993 a 1998 fue curador fundador de la University of Essex Collection of Latin American Art. Y, además, ha publicado varios libros y artículos sobre historia del arte iberoamericano y dictado conferencias en diversas universidades.
Durante su paso por Argentina, conversó en exclusiva con El Ojo del Arte y Newsweek Argentina.
Paula Zacharías (P.Z.): ¿Cómo ve el panorama del arte latinoamericano desde afuera, desde el mundo?
– Creo que lo que ha pasado es la interacción de varios agentes para que esto suceda. Pesa el trabajo académico. Cuando yo empecé mi doctorado, por ejemplo, éramos poquísimos y hoy hay muchísimos interesados en el arte latinoamericano. Se va insertando en la currícula de estudios. Ahora, cuando la gente estudia arte moderno inevitablemente tiene que estudiar algún artista latino. No era así antes. Era un capítulo: “Arte Latinoamericano”, como si fuera todo un bloque. Hoy cada vez está más integrado: no se ha estudiado el arte moderno sin Lygia Clark, sin ciertas figuras que ya son canónicas. Después, el mercado es súper importante, sé que ha habido un cambio. Antes era un mercado muy estanco, con grandes figuras que reforzaban un poco (Rivera, Botero, etcétera). Los grandes museos han abierto departamentos de arte latinoamericano, como en MoMA, Tate o Pompidou. Ninguno de esos agentes por sí solo lo hubiera hecho: hubo una interacción entre ellos, sumada a las curadurías, las bienales… Ha habido un movimiento de globalización en el cual el arte latinoamericano también se ha insertado. En estos veinte o treinta años ha habido una transformación absoluta.
P.Z.: Desde tu rol de director de una colección tan importante como la de Patricia Phelps de Cisneros durante diez años, ¿qué cosas pudiste incorporar?
– Lo importante de la colección no es la acumulación de una cantidad de cosas, sino que tiene una misión institucional muy clara: dar a conocer el arte latinoamericano en el escenario global. Con eso empieza, con eso sigue y con eso termina. Patricia nunca coleccionó por poner las cosas en su pared. De hecho, la última prioridad fue siempre colgarlos en su casa. Tiene casas en las que no hay arte: es un modelo de coleccionismo casi institucional, público, con una misión filantrópica. Dentro de esa misión, ¿qué nos toca? Pues ejecutar programas. Tenía una parte que era la colección física, lo tangible, las cosas que circulan. El que quería una obra de Lygia Clark para su muestra, no tenía que ir a Brasil y tratar con todo el infierno de aduanas y tal. «Aquí lo tienes documentado, fotografiado, con su caja, listo. Lo pides y al día siguiente te lo prestamos». Un modelo de biblioteca. Un repertorio accesible de cinco colecciones, desde el arte indígena hasta el contemporáneo. Por un lado, las cosas. Y luego, lo otro sería lo intangible, ese conocimiento: la colección siempre ha invertido en la generación de conocimiento, haciendo alianzas con universidades y publicando libros. Las exposiciones han sido siempre con buenos catálogos, se han dado muchas becas de formación y de investigación. No es uno sin el otro.
Las cosas, si no sabes lo que son, no generas conocimiento, si no circulan, si no se insertan en discursos, solo son cosas. Sin una política activa de visibilización, no funciona.
La virtud de la colección es que ha tenido eso muy claro. De hecho, cuando ella dona al MoMA más de 200 obras se generó el Instituto Cisneros de Investigación, que hoy dirige Inés Katzenstein, porque no era suficiente simplemente trasladar el patrimonio. Había que garantizar que esas obras siempre tuvieran ojos curiosos, preguntando, generando conocimiento, haciendo entrevistas. La obra en sí no es suficiente. Hay que entenderla y hacer preguntas sobre ella.
CURADURÍA AFECTIVA
P.Z.: ¿El mundo del arte está en manos de los curadores?
– Sí. Espero que no sea por mucho más, pero es cierto. A mí me parece mal. Siempre he tratado de ser bastante crítico con eso. Quizás el gesto más fuerte fue el de la Bienal de San Pablo, que titulé “Afindades afectivas”, donde di ese poder de vuelta a los artistas. Entregué gran parte de la curaduría a los artistas para repensar ese papel. Por un lado, me parece inevitable porque hay un exceso de información. Con la tecnología y la globalización juntas, te pierdes: la figura de un mediador, de un alguien que te organiza, que te hace listas de cosas, es necesaria cuando el campo es tan grande y el tiempo y la atención son tan pequeños. Esto ha generado grandes adelantos de profesionalización. Hoy podemos decir que, por ejemplo, en este país los museos han mejorado mucho y ha sido por la formación más precisa y más completa que tienen los profesionales que hoy están a cargo. No es que los curadores sean malos. Hay un proceso de profesionalización que ha sido muy bueno. Tienen redes mucho más amplias, tienen más campo de acción. La parte que a mí personalmente me molesta es esta idea de la sobrediscursividad. Parece que todas son ideas a ilustrar. El curador lanza una idea al mundo, que a veces es medio banal, y luego sale a buscar los artistas que refuerzan su hipótesis. Me parece que debería ser al contrario. El arte es donde tú vas a aprender lo que no sabes y a estar incómodo con algo hasta que lo entiendas. Nosotros tenemos que aprender de eso, no salir a ilustrar. Estoy exagerando, poniendo todo en blanco y negro. Pero, obviamente, hay mil grises.
Gisela Asmundo (G.A.): Parece habitual hoy ir a ver una obra y no pararse frente a la obra sin antes leer lo que dice el curador.
– En la curaduría en general nos hemos olvidado de algo muy importante, que es que la experiencia es anterior al discurso. Nuestra materia prima es experiencia, es tiempo, es gente, es emoción, es afecto, es incomodidad. El texto funciona de otra manera. El texto te explica las cosas. El arte no explica, provoca. O, si explica, es temporal. Es una explicación que dura lo que dure, y después viene otra.
G.A.: ¿Por qué crees que se trata de evitar las emociones y conceptualizar todo?
– Es la pregunta del millón. No sé. Yo creo que quizás porque es algo que al final es incómodo. Imagina que tú estás a cargo de una bienal. Vas a gastar 10 millones de dólares de dinero público. Van a venir 800.000 personas. ¿Y tú vas a decir que no sabes? Yo creo que nuestro papel es decir «mira, perdona, yo estoy tan perdido como ustedes. Tengo más formación, pero…». Es muy parecida la reacción con una obra que con una persona. Pues depende de cómo estés tú, cómo estén ellos, cómo es el contexto. Puede ser que en un momento no lo entiendas y en otro sí. Puede ser que lo entiendas veinte años después. Es muy difícil explicarlo. Muchas instituciones culturales dependen de los poderes políticos. Entonces, ¿cómo vas a explicarle que el dinero lo está gastando alguien que dice que no sabe, que no te puede garantizar resultados? Es un pensamiento muy corporativo y muy político.
EL PROBLEMA DE LA ATENCIÓN
G.A.: El arte en sí mismo es una esfera de poder.
– A mí me parece que el gran desafío que tenemos en los museos es trabajar la atención y la experiencia como materia prima. Y mucho más en este momento en que estamos con la primera generación que ha sufrido lo que se llama “el secuestro de la atención” o “el capitalismo de la vigilancia”. El modelo de capital del mundo ha cambiado. Primero tuvimos la primera revolución industrial que fue hacer cosas. La gente fue del campo a la fábrica.
Lo que nos ha pasado desde el 2007, con la invención del iPhone, es que las empresas más valiosas del mundo son las que venden la atención, no las que hacen cosas. O sea, Google, Meta, Apple… El negocio es el capitalismo de la vigilancia. Capturar tu atención, tu tiempo, para revendérselo a otros. La atención es lo único que nos queda como lugar de conocernos, de ser seres subjetivos, autónomos y libres en el mundo. Y el museo justo es el mejor lugar para enseñar eso, tratar de desmontarlo y decir «mira, aquí tu mirada es solo para ti, sirve para que te conozcas; no te la vamos a revender inmediatamente; no te vamos a meter en una tecnología adictiva».
Eso me parece que es el gran desafío que tenemos: lograr que la gente se quede cinco minutos delante de una obra. Si lo haces, te aseguro que la persona no sale igual. Esto lo trabajamos un poco también en la Bienal. Todo el proyecto educativo tenía que ver con el uso consciente de la atención: con que veas una obra bien, ya está. No te preocupes porque hay 40.000 obras más. Porque la velocidad, la falta de tiempo, es lo que corroe la calidad de la experiencia. Hay que ser consciente de que has tenido una experiencia. Uno tiene que existir en el momento. Y no nos permitimos eso.
P.Z.: Ahora estás trabajando como director de un museo en Navarra. ¿Cómo aplicás esto ahí?
– Es el Museo de la Universidad de Navarra. Lo interesante que tiene es que vamos a poner este problema en el centro. Tengo dos años de programación heredada. Llevo un mes en el cargo, pero tengo más tiempo colaborando con la universidad, y uno de los proyectos más apasionantes que tenemos es un grupo de investigación pura e interdisciplinaria que se llama “Vínculos, Cultura y Creatividad”. La idea es cómo se genera un vínculo con una obra de arte. Dentro de ese grupo, hemos formado un subgrupo de investigación que se llama MOAS, Models About Spectatorship, que se pregunta cuándo alguien se convierte en espectador de arte. No visitante, sino espectador. ¿Qué tiene que pasar para que el visitante sea espectador? Estamos investigando desde la neurociencia, literatura, lingüística, historia del arte, sociología. La ventaja es que tenemos un museo, entonces podemos probar las hipótesis en las prácticas de mediación: proponer esto de cinco o siete minutos delante de una obra y otros ejercicios que tengan que ver con crear ese espectador; y saber que eso no pasa solo, que lo tienes que trabajar. Ese es un ejemplo de cómo la universidad, la investigación y la práctica van de la mano. Queremos que el museo sea un laboratorio de la atención y la experiencia.
ARTE ARGENTINO
P.Z.: Y como espectador, ¿cómo estás viendo el campo del arte argentino?
– Es una escena que sigo desde el año ‘91. Y, de hecho, estoy donde estoy por el arte argentino. Cuando estaba estudiando mi grado en Escocia, vine a pasar un semestre aquí en la Argentina, en el año ‘91. Estaba la muestra de Kosice en el Museo Nacional de Bellas Artes. La vi y dije “ya sé lo que quiero hacer en mi vida”. Si no, me hubiera dedicado a otra cosa. Hice el doctorado, lo conocí a él, a todos los artistas. Después me fui abriendo más al arte contemporáneo, a los artistas de los ‘90. Estaba el Centro Cultural Rojas todavía funcionando. Es una escena que trato de seguir a distancia. Vengo por lo menos una vez al año.
La escena argentina me parece muy diferente a la brasileña, la chilena y la española. España tiene una cultura oficial del arte, por decirlo así. Un artista puede vivir llenando convocatorias, hay muchas instituciones públicas. Eso aquí no existe de la misma manera. El artista argentino es un ser mucho más suelto y libre. Hay figuras muy independientes, muy originales, muy estéticas.
El arte argentino tiene una preocupación por la calidad y por la imagen que no la ves en otros lugares. Hay mucha pintura, hay mucha artesanía en la obra. Como Ernesto Allí, que ha hecho un delirio absoluto. Tres mil pedacitos de vidrio con una técnica de la Edad Media. Y lo hace con tanta conciencia, con tanta sabiduría. En la década del ‘40 vino el asesor del MoMA a buscar arte latinoamericano, e hizo lo que es el núcleo de la colección: Antonio Berni, muralismo, Guayasamín…, fue buscando todo lo exótico. Después hubo que hacer una gran corrección, incluir otros movimientos, por ejemplo, la abstracción. El arte latinoamericano siempre ha sufrido por ser útil en un mercado que busca la diferencia y la identidad. Entiendo que hay artistas de esta generación que trabajan eso de forma activa y como temática, y es genuino.