Por Gisela Asmundo, de El ojo del arte (*)
Exponente ineludible en la pintura francesa del siglo XIX, sus innovaciones en el paisaje y el retrato fueron influencias claves en el advenimiento del movimiento impresionista.
Jean Baptiste Camille Corot nació en París el 17 de julio de 1796, siendo su padre Jacques Louis Corot, peluquero, escribano y comerciante en telas, y su madre Marie Françoise Oberson, modista textil. En 1812 fue expulsado del colegio en Ruán y con diecinueve años era un joven tímido y aniñado que frecuentaba a escondidas muestras de pintura.
En vano intentaron encaminarlo al comercio de los tejidos, pero a sus veintiséis años Camille ya estaba dispuesto a jugarse por su verdadera pasión. Finalmente, sus padres le concedieron una pensión de mil quinientos francos dándole la libertad de que haga lo que le plazca.
Al día siguiente se trasladó al estudio de Michallon, que había sido ganador de un premio de Roma, quien lo alentó a observar la naturaleza y a reproducirla con espontaneidad. A la muerte de este maestro, Camille pasó al taller de Victor Bertin, un paisajista histórico. Corot comienza a visitar museos, pero no para copiar a los grandes maestros, sino para retratar a los visitantes y pintores de caballete.
En 1822 empezaría sus apuntes en los bosques de Fontainebleau y a fines del verano de 1825, su padre le paga un viaje a Italia, cuna indiscutida del arte para los jóvenes artistas. Viaja a Roma con su amigo Bert, quien lo inicia en el hábito de fumar en pipa.
Corot sentía, como buen paisajista nato, un amor profundo por el clima templado y las atmósferas campestres de Italia. Trabajaba sin descanso pero gracias a su temperamento afable y animado atraía siempre la compañía de jóvenes colegas. Sin embargo, extrañaba mucho a sus padres, sobre todo a su madre, a quien adoraba. La nostalgia de ese alejamiento tuvo que vencerla con su amor por la pintura.
Realizó cantidades de dibujos que permiten seguir sus peregrinaciones por toda Italia, que abarcaron las regiones del Lazio, Viterbo, Papigno, Narni, Nápoles, Verona, y Venecia. Y es en Italia también donde va a comenzar sus retratos de mujeres, tanto desnudas como con trajes típicos. En marzo de 1827, estando en Roma, envía su obra Puente de Narni al Salón de París.
Esta vista del puente es una obra maestra excepcional; la profundidad está conseguida mediante una composición simple, y sobre todo mediante la perspectiva área, dándole a este paisaje de vista de pájaro diversos matices tonales transparentes y verdes azulados.
De regreso a su país, se instala en Ville d’Avray pero viaja constantemente por todo Francia en busca de nuevos paisajes, costumbre itinerante que mantuvo durante toda su vida. En sus viajes por Francia entró en contacto con Charles François Daubigny, Théodore Rousseau y los paisajistas de la Escuela de Barbizon, empeñados también en la renovación del género en la pintura francesa.
En 1830 la Revolución de Julio le sorprende en Chartres, donde se dedica a pintar la fachada occidental de la catedral de una manera insólita para su tiempo. Un claro ejemplo de que su singular obra ha alcanzado ya la madurez. El tema de la catedral procede de los ejemplos de Constable, conocido tras la exposición de París de 1824, y que retomado por Corot cobra una poética especial.
En el Salón de París de 1831 sus obras comienzan a tener reconocimiento del público, pero no de la crítica. Sus exposiciones en este Salón le harían acreedor de medallas de segunda clase en 1833 (con una sola obra expuesta, Vista del Bosque de Fontainebleau) y en 1849.
En 1843, su cuadro El Incendio de Sodoma fue rechazado por el jurado del Salón, y hasta incluso el rey se sintió ofendido y alzó indignadas protestas.
Su reputación en el Salón se afianzaría más adelante con los cuadros El concierto de 1844, Dafnis y Cloe y Homero y los pastores de 1845. El crítico y poeta Charles Baudelaire tenía gran afinidad con sus pinturas y en el año 1846 finalmente le es concedida la Legión de Honor. En otras ocasiones fue también elegido como miembro del jurado en los años 1848, 1849, 1864 y 1870.
En 1834 lleva a cabo un segundo viaje por el centro y norte de Italia, región que ya sentía como su segunda patria. Junto al pintor Grandjean, recorren Génova, Florencia, Bolonia, y los lagos lombardos. En 1836 retorna a Francia porque Italia estaba azotada por una epidemia de cólera. Se dirige a Provenza y Auverina en busca de la luz mediterránea.
A partir de 1840 su situación económica empieza a mejorar, cuando la crítica lo saca del subsuelo en el que lo había sumido. En 1852 logra vender su obra Puerto de la Rochelle, tras dieciocho años de una larga peregrinación por exposiciones. Corot consiguió un gran reconocimiento durante la Exposición Universal de París de 1855, en la que Napoleón III compró su obra Recuerdo de Marcoussis. Sin embargo, como sucedió a lo largo de toda su vida, a sus obras les costaba valorizarse, y es por esto que en 1858 decide organizar una subasta en el Hotel Druot. La venta de treinta y ocho telas le procuró una suma considerable. Finalmente, en el Salón de 1860 su cuadro Danza de las Ninfas obtiene un éxito sin precedentes.
Tras la muerte de sus padres va a pasar el tiempo rodeado de amigos, ya que nunca se casó. Uno de ellos era Dutilleux, en cuya casa Corot pasaba los veranos. También Théophile Silvestre lo describe con afecto: «Habla o escucha dando pequeños saltos sobre un pie o dos; canta con buena voz fragmentos de ópera, trabaja, fuma, se come la sopa encima de su estufa y te invita, incluso a compartirla con él, olvidándose de que no hay más que un plato y una cuchara…».
Alrededor de sus setenta años, su salud sufrió algunos reveses y tuvo que resignarse a trabajar en el estudio, con excepción de cortos desplazamientos. Sus amigos y colegas le organizaron un banquete en su honor. La muerte de su hermana, Madame Sennegon, contribuyó a desanimarlo totalmente, a él que había sido tan alegre y amante de la buena cocina. «Un buen consomé, un buen vino, la buena música, las caras bonitas han sido mis únicas aficiones», dijo alguna vez.
En 1874, la enésima vez que exponía en el Salón, el jurado le negó la medalla. El 22 de febrero de 1875, esperando que la ciencia médica le concediera un poco más de tiempo para pintar todavía un cuadro, cerraba los ojos a este mundo el formidable Jean Baptiste Camille Corot.
El Reposo (1861)
Famoso por sus innovaciones en la historia de la pintura paisajista, otra pasión que muy pocos conocían de Corot, era el retrato de mujeres, obras que jamás exhibió y que realizaba para su colección personal.
La obra retratista de Corot se compone en gran parte de tres motivos principales: desnudos, figuras individuales vestidas en tres cuartos y de cuerpo entero, y una serie tardía de alegorías centradas en su estudio.
Estos retratos de mujeres tienen que ver con el amor a la naturaleza humana, a la sensibilidad, muchas veces de la desnudez, al momento íntimo en donde surgió la espontaneidad más que la pose, al dejarse llevar, al placer de sentirse observadas. Todo esto, en pocas palabras, es lo que hace que las pinturas de mujeres de Corot sean tan conmovedoras.
Entre la década de 1840 y principios de la década de 1870 pintó una serie de elegantes desnudos femeninos en escenarios exteriores de ensueño. El Reposo fue el único desnudo que fue expuesto públicamente en vida del artista.
Presentada en el Salón de París de 1861, El Reposo pertenece a una rica tradición de desnudos clásicos que se remonta a los maestros renacentistas italianos Giorgione y Tiziano. Esta obra es una variación del siglo XIX sobre un tema clásico, que también recuerda las exóticas odaliscas del Cercano Oriente de Jean-Auguste-Dominique Ingres, casi contemporáneo de Corot.
Pero en esta pintura, la mujer es una bacante o seguidora de Baco (Dionisio), el dios griego del vino. Las bacantes eran criaturas del bosque que adoraban la naturaleza, y a menudo, encarnaban emociones e irracionalidad. La protagonista, en posición acostada y desnuda, es sin duda una figura sensual, pero con una seguridad que la hace dueña de lo que emana. No está ofreciendo su desnudez a un placer voyeurista del espectador, sino que gira su cuerpo hacia un lado mientras su rostro interpela de manera franca y directa al observador.
Descansa sobre una piel de leopardo, atributo de Baco, pero la tradicional corona de vid en su cabeza está entrelazada con una moderna cinta francesa para el cabello. La particular forma en que la línea del horizonte aparece debajo de su cuello, separa en dos planos a la mente psicológica y racional, de la figura carnal. Corot añadió además a esta figura la emoción solemne de la naturaleza y la pasión del dios del vino, en el enamorado de fondo rodeado de mujeres salvajes.
Aparece el uso del sfumato los planos y una equilibrada disposición espacial de las masas, que se fusionan en la luz, la brisa, y la frescura. Corot sostenía al respecto: «No tengo prisa por el detalle: las masas y el carácter de un cuadro me interesan ante todo». Con sus tonos cálidos pero también ligeramente hollinosos, su geometría y colores deslumbrantes de exótica melancolía, se encuentra entre las más hermosas y menospreciadas obras del siglo XIX.
Las pinturas de figuras de Corot nos presentan el enigma de la vida interior, basta con conectarse con la mirada de esta bacante tan convincente que revela y conjura lo impenetrable.
Los críticos de la época estaban bastante inquietos por esta imagen, la reseña de Alfred Delavau del salón de 1861 comenta lo «sucia» que le parece: «En los tonos marrones de ciertas partes de este hermoso cuerpo se percibe una cierta escabrosidad que sigue siendo de lo más desagradable de contemplar. Esto me sorprende, porque en el paisaje de Monsieur Corot hay mucha agua para bañarse».
Este comentario, unos años antes de que Manet subiera la apuesta de Corot con la notoriamente escandalosa desnudez de su Olympia (1863), nos da una idea del momento. Tanto Corot como Manet caminaron por la delgada línea entre la especificidad de la persona que pintaban y el ideal, el desnudo versus la idealización del mismo. Un tema que se complejizaría aún más con el advenimiento de la fotografía, específicamente en la década de 1860.
El estudio fotográfico del desnudo de modelos fue muy comercializado por fotógrafos de la época, porque era mucho menos costoso y complicado que contratar una modelo para pintarla. Surge un nuevo tipo de mercado clandestino de imágenes que las autoridades consideran obscenidades y básicamente pornografía.
Los escuadrones policiales estaban por todo París en las décadas de 1860 y 1870, y comienzan a regular y a tomar medidas enérgicas contra consumidores, productores, distribuidores y las propias modelos. Las fotografías confiscadas servían para identificar a las mujeres que muchas veces también se prostituían en las calles.
Cuando Corot muere, un lote extenso y catalogado de fotografías de desnudos fue hallado en su estudio, que aparentemente fue rápidamente comprado por un coleccionista. El historiador de arte David Ogawa cree haber localizado a la modelo real de El Reposo y por eso cree que seguramente el pintor podría haber utilizado una fotografía de ella como figura, y de hecho, considera que su rostro aparece en otras pinturas del artista.
Odalisca Romana (Marietta, 1843)
Dentro de la serie que corresponde a las pinturas privadas de mujeres que realizó en Italia, también se destaca la maravillosa Odalisca Romana (Marietta). Su diminuto tamaño y soporte, (está pintada sobre papel) no disminuyen la monumentalidad que sugiere esta obra maestra.
Esta composición constituye una excepción en la producción de Corot, porque es la única que presenta una figura no incluida en el paisaje y además denota una enorme modernidad, considerando el contexto de época dentro la historia del arte.
Pareciera ser una anticipación a la concepción espacial de Cézanne y los cubistas, por la manera en que plasmó la representación del volumen en el cuadro, a través de la yuxtaposición de diferentes colores. Cómo logra armonizar las tonalidades de los mismos y sintetizar la geometría abstracta de las formas en el cuerpo de la sugerente Marietta.
El rostro y la mirada desafían al observador, y evidentemente sedujeron al maestro francés que tuvo la distintiva peculiaridad de agregar en la obra el nombre de la modelo, en un claro homenaje.
La mujer de la perla (1869)
Para Corot no existía diferencia entre la figura humana y la naturaleza. En una carta durante su período de viajes por la campiña Italia sostiene: «Las mujeres más hermosas del mundo que yo conozco». Una vez aconsejó a un alumno suyo el estudio del retrato: «La mejor clase que un paisajista pueda recibir. Cuando se es capaz de retratar a un personaje sin dificultad, ya se es capaz de pintar un paisaje. De otro modo no se consigue».
La figura humana representaba para él un paisaje exótico por contemplar, y eso se puede observar también en el retrato de sus mujeres con atavíos típicos. Como en La mujer de la perla, un sutil homenaje a la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci.
El historiador de arte Willibald Sauerlander señala que Corot había adoptado todos los rasgos de su predecesor: el juego de las sombras, los ojos, la boca, las mejillas y las manos apoyadas una sobre la otra. Y agrega que lo que realmente diferencia a la pintura de Corot es que, en lugar del entorno salvaje y desinhibido del maestro Italiano, La Mujer de la perla está impregnada de la naturalidad atmosférica de los paisajes de Corot: «Es una Mona Lisa que ha leído a Jean Jacques Rousseau».
«Pinto el seno de una mujer como pintaría un recipiente cualquiera que contuviera leche», afirmaba el pintor. Pero en realidad trataba de disimular el nerviosismo y la emoción que experimentaba ante las personas, de las que tenía el don de pintar desde su turbación más profunda hasta lo más recóndito de su ser. En esta obra, como en otras similares, todos los elementos parecen meros pretextos para expresar la nostalgia del recuerdo y la tristeza por el transcurrir del tiempo.
Corot fue siempre un hombre modesto. En relación a Delacroix, considerado un águila de la pintura francesa, él se veía a sí mismo como «una alondra que emite sus pequeños trinos en las nubes grises». Con el Puente de Mantes fue precursor de Monet y dicen que Renoir, su acreedor, exclamó ante ese cuadro: «Solo Lorrain, Corot, y Cézanne habrían podido pintar este paisaje», determinando el hilo conductor en la gran tradición transalpina a través de los siglos. (Entender la pintura, 1995, p.32).
Sin duda alguna Corot fue el paisajista por excelencia del siglo XIX, pero su talento parecía ser inmenso y eso se demuestra en sus cuadros de figuras. Poseía un genio para la invención rítmica, para la orquestación vital de grandes formas y su resolución en detalles reveladores; todo esto exaltado por un potente sentido del color que animaba cada evento que desarrollaba.
(*) Publicado originalmente en elojodelarte.com