La selva se deja escuchar desde las costas seguidas. Sobre las copas de los árboles más altos chillan un par de monos, una enorme garza blanca canta entre juncos ribereños y el rugido de un jaguar se vuelve un eco en la espesura. Los sonidos de la jungla me siguen como un concierto maravilloso, mientras que yo apoyo en las barandas de la cubierta superior del Anakonda, un crucero de lujo que registra la región amazónica ecuatoriana siguiendo el curso serpenteante del río Napo. Es mi primer día de navegación y aún me quedan seis más a bordo de esta nave que se mueve lentamente entre la selva, como si fuera fuera pidiendo permiso a ese mundo de verdes intensos que se nos abalanza cual murmullo en cada orilla.
Con capacidad para apenas cuarenta pasajeros, el Anakonda lleva un cabo de navegaciones de hasta una semana, que incluye desembarcos regulares en la selva. La mayor parte de estas paradas son en la espectacular región del Yasuní, un área muy vasta, protegida, de diez mil kilómetros cuadrados, que se extiende sobre el extremo oriental del Ecuador y es la zona con mayor biodiversidad en todo el mundo. “Aquí conviven más de mil especies de mamíferos y aves distintas, eso sin contar las tres especies de reptiles y anfibios. Este es el paraíso perdido del que habla la Biblia ”, me dice Rafael, uno de los tres guías que lleva el crucero y que acompaña a los pasajeros en cada uno de los desembarcos.De un hablar siempre pausado, Rafael nació en el oriente ecuatoriano y vivió hasta su adolescencia en la selva.
El viaje del Anakonda comienza en el Delta del Pañayacu, un sitio en el que abundan los delfines rosados a los que los lugareños suelen llamar bufeos colorados. «En el Amazonas tenemos una leyenda que dice que los búfeos son, en realidad, duendes de la selva, que conquistan el amor de las mujeres jóvenes y las engañan para arrastrarlas con ellos a la profundidad de los ríos», cuenta Rafael, mientras realizamos la excursión con unas canoas que también utilizamos al día siguiente para navegar las aguas oscuras y tibias del lago Peñacoya, en las que me zambullo para nadar durante un buen rato. En las orillas del lago suenan cientos de ranas. Su croar me parece una monótona y dulce orquesta.
Al tercer día, el Anakonda entra en contacto por primera vez con el Yasuní más profundo, en donde la selva se hace realmente espesa. A partir de allí, los desembarcos incluyen caminatas por senderos minúsculos sobre los que se abalanza la vegetación. Así, las excursiones nos permiten entrar en contacto con tucanes, garzas tigre, ocelotes, boas, decenas de monos de diferentes especies y hasta algún tapir huidizo. Como atractivo especial, alguna navegación nocturna lleva hasta orillas silenciosas en las que descansan enormes caimanes de hasta cinco metros de largo. En la oscuridad, el brillo intenso de sus ojos amarillos nos permite ubicarlos, y el respeto nos invade el cuerpo.
Tras pasar tres días en lo profundo del Yasuní, el lujoso crucero comienza su viaje de regreso y hacemos una parada en una aldea quichua donde las mujeres tejen bolsos, manillas y cinturones bajo chozas con altos techos de paja. Luego, como prólogo del final, llegamos a la Reserva Biológica de Limoncocha, uno de los ecosistemas más preciados de la región. Ahí me subo a un colosal ceibo de cuarenta metros de altura, en nuestras ramas superiores instaladas en una plataforma de observación, desde la que las vistas a la selva se hacían imponentes.
El séptimo día, El Anakonda suelta amarras en las cercanías de Coca, uno de los puertos más importantes de la región amazónica ecuatoriana. “No deje de volver”, me dice Rafael mientras bajo por última vez del código de barras. Sonrío y le confirmó que voy a regresar. Mi increíble aventura terminaba. Nos despedimos con un cálido abrazo.
Fotos y Textos: Chino Albertoni