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Historias y leyendas autóctonas: las fortineras (Primera parte)
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Historias y leyendas autóctonas: las fortineras (Primera parte)

Por: Emilia Zavaleta, creadora de Mulanas*

Un contexto tan particular como el que estamos viviendo puede hacer que uno ponga el foco en detalles antes imperceptibles. Puede ser un paisaje, un monumento, una historia o un lugar. La imposibilidad de viajar al extranjero, o el miedo a tomar un avión, habilita las opciones que antes no eran siquiera consideradas destinos turísticos. Y así descubrimos que muy cerca de donde uno vive existen atracciones culturales y naturales que pueden ser fascinantes. 

Estamos rodeados de cultura y somos grandes consumidores de historias, mitos y leyendas que hacen a nuestra identidad. Una mezcla de historia y relato que queda impregnada en objetos naturales con algunos retoques de espiritualidad y misticidad

En el interior de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, existen ciudades que no sólo colorean la tierra con sus campos, sierras, girasoles, arroyos y ríos, costas y acantilados, sino que también forman parte de nuestro mapa histórico y cultural. Sus orígenes tienen mucho que aportar a nuestro conocimiento general.  

La historia, que muchas veces queda olvidada y no ha sido contada adecuadamente, está en cada uno de esos detalles que generalmente pasamos por alto. Cuando viajamos por el sur de la provincia, hacia las sierras de Tandil, la riqueza histórica y cultural que se presenta es muy valiosa. Y como a mi me gustan las historias de las mujeres, este lugar me llevó a contar acerca de relatos de las fortineras y una leyenda. 

Antes de ser conquistado por los españoles, el vasto territorio de la provincia de Buenos Aires pertenecía a diferentes grupos indígenas. El más conocido por su significado en tehuelches, que en el topónimo araucano significa “gente del sur”. La mayoría de estos grupos se encontraba entre las sierras del sur bonaerense y la cordillera. Los serranos, los pampas, los tehuelches y los mapuches eran los principales pobladores de esa región. Contaban con un sistema de vinculación comercial y cultural entre sí, que luego extendieron a los “nuevos habitantes blancos” que comenzaban a instalarse una vez concretada la segunda y definitiva fundación de Buenos Aires en 1580.

Criollas e indígenas, las fortineras, no solo eran compañeras del colono, soldados, gauchos o indígenas, sino que en muchos casos eran también valientes oficiales de frontera.

El periodo de colonización fue expandiéndose hacia el sur de la provincia utilizando como fronteras divisorias a los ríos y las sierras.  Este mecanismo de fronterización que tenía al río salado como la principal división entre los colonizadores y los “indios”, se fue corriendo hacia el sur, particularmente luego de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776. Si bien hubo un periodo de paz y convivencia, alrededor de 1820 los conflictos y desentendimientos se hicieron cada vez más frecuentes y la necesidad de controlar las tierras para la producción y el dominio político provocó graves enfrentamientos con los pueblos del sur. Comenzaron a construirse fortificaciones con el propósito de defenderse de los malones y controlar el vasto territorio de entrada a la Patagonia. El desenlace fue por consiguiente, las famosas “Campañas al Desierto” a lo largo del siglo XIX. 

La mayoría de estos fuertes construidos durante ese periodo fue desapareciendo, mientras que unos pocos fijaron la base para futuras ciudades. Tal es el caso de la ciudad de Tandil  – que en mapuche significa “piedra que late” o “piedra al caer” – que tuvo un papel  fundamental en todo este proceso de cambio en las relaciones entre los blancos y los indígenas. Los avances y retrocesos sobre la frontera con el indio se detuvieron en un punto estratégico: la edificación del Fuerte Independencia, construcción de piedra que abundaba en ese lugar y madera proveniente del litoral. Servía para protegerse del ataque de los malones y reclutar soldados para el ejército.

Creada en 1823 en el medio de la ciudad, esa construcción donde actualmente se encuentra la Municipalidad, fue obra del entonces gobernador de la provincia el Brigadier Martín Rodríguez. En plenas guerras intestinas, los caudillos se disputaban el control de las tierras utilizando a los indígenas como aliados en algunos casos, o subyugándolos en otros, para enfrentarse entre las facciones unitarias y federales. Los ataques esporádicos por grupos que se resistían al sometimiento y a entregar sus tierras aumentaban día a día y se consideró necesario armar una campaña para controlar la violencia y extender la “frontera con el indio” hacia la Patagonia. El Fuerte Independencia sirvió de guardia frente a la línea divisoria y aglomeró soldados, curas evangelizadores, gauchos y algunas familias de colonos.

 

Lo que más se destaca de estas heroicas mujeres era el valor para hacer frente a los crudos inviernos y los sofocantes veranos, la falta de agua e higiene, los vientos violentos y la escasa alimentación que podía ofrecer la vasta llanura pampeana. 

Tuvieron un rol fundamental en aquel momento, las mujeres. Criollas e indígenas, no solo eran compañeras del colono, soldados, gauchos o indígenas, sino que en muchos casos eran también valientes oficiales de frontera. Su rol, a veces por obligación, otras por voluntad propia, estaba orientado a prestar servicios de cocina, enfermería, y cuidados generales, pero también – como era el caso de las cautivas – ofrecer su cuerpo y el de sus hijas para cubrir las “necesidades” masculinas en los cuarteles y en las campañas.

Lo que más se destaca de estas heroicas mujeres era el valor para hacer frente a los crudos inviernos y los sofocantes veranos, la falta de agua e higiene, los vientos violentos y la escasa alimentación que podía ofrecer la vasta llanura pampeana, paradójicamente denominada desierto.  La vida en las fortificaciones era muy dura pero ellas preferían acompañar a esos hombres que quedar solas y desprotegidas en sus precarios hogares. Considerada “la chusma”, las mujeres y los hijos que llevaban a cuestas, estaban obligadas a realizar tareas domésticas. Pero poco a poco se les fue dando un lugar dentro de las tropas. Estas “cuarteleras” venían también de otras provincias y se fueron incorporando a las tropas en plena campaña o dentro de los fuertes. De alguna de ellas quedaron apodos como “La Siete ojos”, “La Mamboretá”, “La pocas pilchas”, “La Pasto Verde”, y “La Mamá Carmen”. 

Cuenta también la leyenda tandilense que a poco tiempo de construirse el Fuerte Independencia unos soldados que exploraban la zona de las serranías avistaron a una mujer que con audacia y habilidad se escondía por entre las colinas rocosas tan típicas de esa región. Su nombre era Amaike – “agua clara o tranquila” – y era hija de una indígena y un hijo de un Cacique con una cautiva. Su belleza era deslumbrante y fuera de lo común y su destreza para aparecer y desaparecer le daban un aire místico y sobrenatural.

Un joven indio llamado Yanquetruz, que había logrado escapar de los avances del ejército sobre los pueblos originarios, se enamoró perdidamente de Amaike y la vigilaba como un centinela en lo alto de una colina. Finalmente logró la confianza de la muchacha y su amor fue correspondido. Los soldados testigos de esta bella india blanca decidieron secuestrarla y la llevaron prisionera al Fuerte para mostrarla a todo el cuartel como una flor exótica, prueba de que sus avistamientos eran verdaderos. Su amado permaneció por siempre esperándola, erguido como la roca tandilense de más de siete metros de altura llamada “El centinela”, que según esta leyenda, guarda su espíritu a la espera de su amada.  

Ciudades como esta y muchas más guardan vestigios de nuestra cultura popular y forman parte del patrimonio histórico, tan abundante en relatos y tan importante para revalorizar la riqueza de nuestro legado nacional. 

* Emilia Zavaleta es Licenciada en Relaciones Internacionales, egresada de la Universidad del Salvador. Es magíster en Integración Latinoamericana y escribe relatos sobre mujeres de la historia latinoamericana “Mulanas”. 
@sermulanas

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