Por Gisela Asmundo, de El Ojo del Arte
Conocido como «El Viejo», fue el principal pintor flamenco del siglo XVI y, a través de sus cuadros, se volvió un narrador extraordinario del Renacimiento. De la mano de El Ojo del Arte, nos adentramos en “El vino de la fiesta de San Martín”, una de sus obras maestras menos conocidas.
Pieter Bruegel fue un artista de una gran inteligencia, que utilizó la ironía para revelar la verdad. Describió los horrores y miserias de la humanidad en un paisaje más vasto que el de ahora, en una naturaleza entendida entre los valores del Medioevo y el Renacimiento, entre la tradición italiana del triunfo de la muerte y la danza nórdica macabra.
De su vida se sabe poco. Probablemente no nació en una aldea sino en Breda, hacia el 1525. En 1551 consta inscripto en la Guilda de San Lucas de Amberes, lo que demuestra que ya era maestro de arte. Es un heredero, como muchos de su generación, del estilo pictórico enigmático de Hieronymus Bosch, conocido como El Bosco. Pero Bruegel se centró fundamentalmente en los rostros de los campesinos, en sus pequeños gestos de simples protagonistas, como un homenaje sincero a los más expoliados y marginados de la sociedad.
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Fue aprendiz en el famoso taller del pintor Pieter Coecke van Aelst (1502-15550), que había viajado por Italia y Turquía, donde aprendió sobre arquitectura. Este maestro fue de gran influencia, como también lo fue la esposa de Van Aelst, Myken Verhulst Bessemers, que era miniaturista y pintora.
Bruegel aprendió su oficio en Amberes, una de las ciudades más cosmopolitas de ese entonces. Trabajó también en el taller de un editor de grabados, Hieronymus Cock. Otro de los artistas que formaba parte del taller era Giorgio Ghisi (1520-1582), quien se ocupaba de preparar las planchas de los grabados de Rafael, Miguel Ángel, Giulio Romano y otros pintores de la época. El trato con este tipo de artistas lo convirtieron en un conocedor humanista de lo italianizante, que desmiente la naturaleza rústica que algunos le adjudican. Y, si bien su estilo pictórico no contiene reminiscencias a la arquitectura italiana, hay excepciones como la del coliseo transfigurado en su “Torre de Babel”, de 1563.
En 1552 viajó a Italia, cuna del arte, donde visitó Roma, Calabria y posiblemente Sicilia; también por Van Mander se sabe que estuvo en Francia.
Cuando volvió a Amberes trabajó con Cock en láminas que reproducían el mundo y el estilo de El Bosco. A ese mismo estilo pertenecen pinturas pobladas de criaturas a la vez cómicas y grotescas como “Los proverbios flamencos”, de 1559; “El combate entre el Carnaval y la Cuaresma”, de 1559; “Juegos de niños”, de 1560; y cuadros apocalípticos como “El triunfo de Muerte”, 1562-63, entre otros.
En 1560 Amberes se había vuelto una ciudad peligrosa por la persecución de los españoles hacia los nobles rebeldes y los campesinos hambrientos, acusados de herejía. Muchos humanistas incitaron sin querer el levantamiento sádico de las hogueras de la Inquisición, a las que sucumbieron en el intento de sublevación contra los abusos de la Iglesia Católica.
Es probable que Bruegel frecuentara lugares sospechosos de herejía y rebelión por el tratamiento que aparece en sus cuadros de esa época, complejo e indirecto al tratar escenas sagradas, ya que la ironía fue siempre un as debajo de su manga.
En 1563 se casó con Mayken, hija de su maestro Van Aelst, se mudó a Bruselas y cambió su estilo volviéndolo más moderado al acentuar una veta más humanística de su cultura.
La etapa en Bruselas sería breve, pero su producción muy vasta. En ese período realizó una de sus obras maestras, “Los meses”, de la que se conservan sólo cinco escenas. Luego se sucederán entre 1566 y 1568 las secuencias “rústicas” por las que será conocido como “Bruegel, el de los campesinos”. Tuvo dos hijos que también serían pintores, Pieter El Joven (1564) y Jan de Velours (1568). Y murió en 1569, poco después del nacimiento de sus hijos. El epitafio de su sepulcro dice: “A Pieter Bruegel, de exactísima factura y de bellísimo estilo pictórico”, aunque luego sería célebremente recordado como el pintor de los campesinos.
“EL VINO DE LA FIESTA DE SAN MARTÍN”
Esta pintura permaneció en posesión de los duques de Medinaceli hasta 1956, cuando fallece el XVII duque. Luego pasaría a una colección privada hasta que en 2009, a través de la casa de subastas Sotheby´s, llegó a manos del Museo del Prado.
“El vino de la fiesta de San Martín” es una de las pocas obras firmadas por el artista y, presumiblemente, corresponde a su etapa tardía, entre 1565 y 1568, algo que se desprende por el tratamiento de las figuras a mayor escala, con más rasgo expresivo y la individualidad casi retratística de las mismas. Bruegel pintó lo particular, lo transitorio de la vida pero paradójicamente transmite lo universal del instinto humano, más allá de cualquier época.
La obra nos demuestra el carácter revolucionario de Bruegel, al romper con la división tradicional de género artístico. Por un lado, expone un paisaje de las afueras de Bruselas, donde se puede distinguir la Puerta de Hal, que todavía existe y que antiguamente abría la muralla que rodeaba a la ciudad; y por otro, una escena de costumbres, donde cada personaje posee atributos propios.
Los detalles son tan minuciosos y precisos que es necesario tomarse el tiempo para acercarse e ir descubriendo los mismos. Es un viaje al pasado, al trágico y grotesco testimonio del otoño del Medioevo flamenco, uno de los siglos más crueles, al que perteneció Bruegel, aproximadamente entre los años 1510 y 1570, años de la escisión de la antigua cristiandad medieval en dos partes, las exploraciones marítimas de las grandes potencias, transformadas en mera repartición del mundo y “el gran nuevo afluente”, el avance acelerado de la economía capitalista.
El título de la obra alude al famoso santo que vivió en el siglo IV, en el seno de una familia del ejército romano. Según la leyenda, en el año 337, en la puerta de la ciudad de Amiens, encontró a un mendigo tiritando de frío. Asió su espada y con ella dividió su capa en dos. Una parte la concedió al tullido. Cuando alcanzó sus veinte años abandonó la carrera militar y decidió hacerse monje para dedicar su vida a Dios. Gracias a su labor evangelizadora la Iglesia Católica lo reconoció y canonizó sin haber sido martirizado. Su influjo sirvió para convertir al catolicismo a la población campesina que idolatraba dioses paganos.
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El calendario litúrgico cristiano celebra a San Martín cada 11 de noviembre, y en honor a él se tomaba vino y se comía oca. Bruegel adaptó esta historia del santo y la trasladó a Flandes del siglo XVI, a su época, en las afueras de la ciudad, en el campo. La representación es casi una bacanal dionisíaca. Dioniso era el dios griego del vino y la fertilidad, una deidad agraria, el dios de los campesinos.
El catolicismo moderó todos esos ritos antiguos en un nuevo simbolismo, y un ejemplo es la eucaristía, en donde las sustancias del pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo en la denominada “transustanciación”. Los campesinos celebraban cada año la llegada del vino, que sus patrones le concedían como tributo a su trabajo y esfuerzo.
LOS SIMBOLISMOS DE LA OBRA
A decir verdad, Bruegel fue más que un pintor. Se lo puede definir como un indagador de almas. Un observador agudo de lo que en filosofía se denomina la condición humana, permitiendo reflexionar sobre cómo el ser humano necesita de la aplicación de su conciencia para comprender más su condición, que lo posesione, le permita ubicarse en cuerpo, alma y espíritu. Si observamos detenidamente la obra, podemos deducir que está organizada en base a la geometría, de acuerdo con el Renacimiento clásico italiano, en la búsqueda de simetría, proporción y equilibrio.
Los elementos o figuras en la composición poseen una distribución que tiene en cuenta su valor individual como parte subordinada al todo. El triángulo es una evocación simbólica de la Santísima Trinidad, cuya fórmula trinitaria refiere al Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Si trazamos tres líneas imaginarias encerrando la mayor concentración de figuras que componen la pintura, descubrimos que las mismas están distribuidas sobre una forma piramidal, es decir, dentro de un triángulo equilátero imaginario, ubicado en el centro de la pintura.
En donde Bruegel desplegó una turba de personas desesperadas que se alzan tratando de alcanzar el chorro de vino que sale de un barril pintado de rojo, la forma circular dentro del triángulo evocador remite “al ojo que todo lo ve” llamado «El Ojo de la Providencia», como un atributo de la personificación de la «Divina Providencia», o sea, la benevolencia de Dios. El círculo es símbolo de la perfección en el Renacimiento, pero a diferencia del que encierra el canon de las proporciones de “El Hombre de Vitruvio”, de Leonardo Da Vinci, Bruegel ubica de forma circular en el margen izquierdo a cuatro hombres en estado superlativo de ebriedad, en actitud pecaminosa y descontrolados.
Todos estos borrachos no entran dentro del simbolismo de la figura, sino que se despliegan en el borde invisible (ya que debemos reproducirlo mentalmente): la fuerza centrífuga circular los expulsa fuera de su superficie virtuosa. El círculo remite al movimiento y, como símbolo fundamental, condensa la experiencia total del hombre; cósmica, religiosa, social y psíquica en sus tres niveles: consciente, inconsciente y supraconsciente.
De espalda a este grupo se yergue una madre que le da de beber vino a su hijo, y por detrás se representa la cruz católica. Lo que diferencia a Bruegel es que retrata las miserias humanas con un dejo de ironía y humor. Sin lugar a dudas, fue un gran maestro en generar movimiento en las figuras.
En el margen derecho de la obra, de espaldas, colocó a San Martín como un jinete, con un lineamiento nuevamente triangular trazado por la pata del caballo, el perro y los dos mendigos. Lo vistió de manera burguesa: aunque este no fue burgués ni vivió en época moderna, lo pintó como un caballero del siglo XVI.
Bruegel marcó de este modo la diferenciación entre dos mundos: el de los burgueses y el de los campesinos. Burgueses son los jinetes que se alejan en el extremo derecho, y también los del lado izquierdo, en donde retrató diminutos personajes que regresan a la ciudad, retornando quizás de la fiesta que se transformó en descontrol. A lo lejos, en perspectiva aérea, pintó la Puerta de Hal de ingreso a la ciudad.
Bruegel hizo hincapié en las conductas morales más allá de cualquier investidura humana, como por ejemplo el joven clérigo robando. Lo ubicó en el centro del gentío piramidal, por detrás de la mujer que lleva en brazos a un bebé robusto y de la que cuelga un pequeño bolso, que el bribón con sotana está a punto de birlar.
La bolsa de dinero que tiene tentado al curita silbante pertenece a esta madre que por su figura monumental el artista destacó, en relación al tamaño de las otras. Teniendo en cuenta la situación social de la mujer en el siglo XVI podemos pensar que se trata de una cortesana. El pintor la dotó de una serie de indicios tales como estar sin la compañía de un hombre, algo impensable para una mujer de esa época.
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Bruegel revistió de sospechosa moral a la “buscona” por los detalles que le agregó. Por un lado, la dotó con un broche en su pecho, que es la única joya que pintó; y, por otro, su propio hijo, en comparación con el resto de los campesinos, se encuentra mejor alimentado, llevando en una de sus manos una fruta, que era un alimento al alcance de las clases dirigentes. Además este niño sostiene una especie de pulsera con cuentas de coral, elemento que se utilizaba para prevenir las enfermedades y también para hacer frente al mal de ojo: otro privilegio de los pudientes en una sociedad jerarquizada.
Bruegel fue un narrador extraordinario a través de sus cuadros. Relatos ricos en personajes y pormenores. Su obra de infinitos detalles denota la lucidez mental y su coraje como artista, sin temor a pagar el costo, ya que la Inquisición era un tribunal sanguinario. Su sensibilidad superó lo formal al hablar en silencio de una verdad a la vista de todos, con un sentido profundo de piedad. Y marcó el contraste y la lucha entre la opulencia y la miseria.