Tal vez nunca sabremos la letra chica del contrato pactado en secreto entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández para armar la fórmula presidencial de 2019. Pero más allá de si fue un acuerdo explícito o no, cualquier análisis de la relación de fuerzas entre ambos indicaba que el Presidente designado del FdT sería de transición, tanto en el tiempo como en el espacio. Por eso Alberto Fernández era el candidato perfecto: se necesitaba un intermediario nato. Un rol como ese en el peronismo equivale, en el mejor de los casos, a un plan de renuncia en cómodas cuotas.
Y eso es lo que, una vez más, hizo esta semana el Presidente: renunciar. Como ante cada crisis de liderazgo en el Gobierno desde que empezaron los problemas de gestión, Alberto opta, o no puede evitar, renunciar a una cuota de su poder formal. Es como si desarmara su mítica “lapicera”, y entregara una parte de ella, como prenda de sumisión, como peaje para seguir estando. Pero sin estar demasiado. Casi sentado en el sillón de Rivadavia, aunque apenas apoyado en el borde del asiento, no sea cosa.
En este sentido, la “incertidumbre” que denuncia la oposición y que viene irritando a los mercados financieros, en realidad, no es tal. De esto se trataba el algoritmo de gobierno diseñado por Cristina: ella le cedía en comodato la lapicera a Alberto, y a cambio él se comprometía a ir devolviéndosela en cuotas, con un contrato a cuatro años. ¿Cuál habrá sido la garantía de que el repago se cumpliría en tiempo y forma? No hace falta elucubrar teorías conspirativas de alguna “vendetta” o extorsión mafiosa: la garantía era simplemente la realidad, la única verdad cruda que escucha el oído argentino. Cristina sabía que la desgastante realidad nacional haría lo suyo, limando mes a mes, año tras año, cualquier fantasía albertista de incumplir los pactos preexistentes.
Y no se equivocó. O sí, de la peor manera: acertando demasiado. La Pandemia y, en menor medida, la invasión rusa complicaron tanto el contexto económico, ya de por sí jaqueado por el endeudamiento argentino, que las chances de hacer pie de Alberto quedaron cerca de cero. El problema es que ese agotamiento programado del poder formal del Presidente se precipitó hasta el límite de la ingobernabilidad antes de tiempo, mucho antes de lo conveniente. Lo cual complica a Alberto pero incluso más a Cristina, que se encuentra de nuevo en la casilla cero de su estrategia de doble comando, enfrentando la intemperie de un escenario de crisis múltiple. Y con la papa caliente de Comodoro Py todavía humeante. Sola frente a todo.
Casi sola. A partir de ahora, la “acompañará” Sergio Massa, fiel a su estilo aventajador, llevándole más intranquilidad y suspicacias que calma. Lo opuesto de Alberto, que como declaró públicamente su jefa en uno de sus memorables actings, no le hacía sombra. En todo caso, el daño que le hacía el Presidente a Cristina era impacientarla con su exasperante tiempismo optimista. Es cierto que ganar tiempo fue el principal objetivo que tenía Alberto en su misión como presidente designado: tiempo para que la Vicepresidenta reconstruyera su imagen interna y externa, despejara su situación judicial, y ordenara su legado político para dejarlo a nombre de su hijo Máximo.
Pero ganar tiempo no es solo quedarse mirando girar las agujas del reloj: se trata de ir dando pasos, lentos pero seguros, hacia alguna meta. De lo contrario, ganar tiempo se parece peligrosamente a perderlo. Y eso es lo que “logró” Alberto. Perder tiempo para armar su propio proyecto albertista de poder a futuro, y al mismo tiempo, hacérselo perder a su mentora. Eso es lo que explica la irritación de Cristina cuando se refiere a su ex protegido: ni siquiera la supo traicionar, como se espera de un peronista de pura cepa. Como Massa, por ejemplo.
Eso ya fue. Alberto ya renunció a casi todo, antes de tiempo. Y ahora viene “Super-Sergio”, cargado con los mismos condicionamientos que supone la tutela político-electoralista de Cristina. Con un país mucho más arrasado del que recibió el Frente de Todos en 2019. Y con menos tiempo disponible que Alberto. Hay una diferencia clave. Como buen aprendiz de la Jefa, Massa transmite una única certeza: ser capaz de cualquier cosa por el poder. Y eso es lo que “les argentines” siguen aplaudiendo.