Por Horacio Minotti (*)
A punto de cumplir 40 años desde la recuperación democrática, el sistema muestra falencias, en parte relacionadas con el cambio de época y, en mucha mayor porción, vinculadas con las calidades personales de los hombres que manipulan dichas instituciones.
La calidad institucional, desde 1983 hasta aquí, ha experimentado una extraña curva. Contra lo esperado, el Gobierno que recibe un país brutalmente vulnerado por la dictadura fue el de más alta calidad institucional desde entonces. En lugar de registrarse un progresivo incremento con el paso del tiempo, luego del Gobierno de Raúl Alfonsín, la institucionalidad entró en una montaña rusa que ha tenido más caídas que subidas.
Nos referimos a temas sustanciales como la libertad de expresión y de prensa, la transparencia de los actos de gobierno, el ejercicio de la división de poderes sin intentos de manipulación de uno sobre otro, o el prestigio de la institución presidencial, en un país definidamente presidencialista.
En cuanto al último tópico, la presidencia de Alberto Fernández, fue especialmente desmoralizante. La cantidad de yerros del presidente y su indeclinable vocación de exhibirse públicamente cometiéndolos, desde la farsa de la fiesta de Olivos hasta la fecha, sumado al vacío absoluto de poder con el que detenta el cargo hace ya tiempo -subsumido bajo la figura de Cristina Kirchner primero y Sergio Massa luego-, ha generado la sensación de que la figura más importante en el ejercicio de la administración de los asuntos públicos, no es necesaria.
Fernández, se transformó en un “presidente meme”, un objeto de ridiculización de propios y ajenos, un personaje perfectamente prescindible, salvo a la hora de tomarlo para la chacota; y esa situación pone de rodillas una institución clave de nuestro sistema. Al margen de que tal sistema sea cuestionado o no, y de que muchos pensamos que es hora de empezar a acercarse más a un esquema Parlamentario, es este el que hoy tenemos, y la degradación de la institución es de alta gravedad.
Respecto a la libertad de prensa, la cosa no es muy diferente. Los intentos de manipulación desde el Estado, tanto de periodistas como de empresas de medios mediante la publicidad oficial, es permanente, a nivel nacional y provincial. La grave situación económica en que nos han sumergido, hace que las empresas y periodistas vivan al borde del colapso financiero, que la publicidad privada se restrinja por lógica del mercado y que, entonces, los aportes estatales publicitarios cobren una importancia totalmente sobredimensionada y poco aconsejable, si lo que queremos es acercarnos a niveles razonables en materia de libertad de expresión. Esto sin mencionar medidas directamente coercitivas o amenazantes, donde los Estados, especialmente los provinciales, usan su poder para condicionar a los medios.
La transparencia de los actos de gobierno dio un salto cualitativo durante la gestión de Mauricio Macri. La instauración del sistema de expediente digital terminó con los expedientes papel que desaparecían; la publicación completa del progreso de las contrataciones públicas en la web de la Oficina Nacional de Contrataciones y los mecanismos de acceso a la información pública fueron logros sustanciales en la materia.
Sin embargo, la llegada del actual Gobierno y el fenómeno pandémico iniciaron un proceso de contrataciones directas con excusa de la urgencia, que no se modificó con el fin del flagelo del Covid, dejando instalado un mecanismo de irregularidades permanente y enormes dificultades de los ciudadanos para acceder a los datos.
Y, por cierto, los niveles de corrupción administrativa, desde 1989 a la fecha, se han multiplicado exponencialmente y han colocado a la Argentina entre los países mas corruptos del planeta.
Así las cosas, puede establecerse una clara relación entre nuestros problemas y padecimientos económicos y sociales y la merma de la calidad institucional. Muchas veces se dice que los políticos no son creíbles, y esa falta de credibilidad afecta las inversiones y el crecimiento económico. No hay previsibilidad y, entonces, casi nadie pone sus dineros en emprendimientos dentro del país. En realidad, lo que no hay son instituciones fuertes que estén por sobre quienes ejercen los gobiernos. No existen normas permanentes y respetadas que mantengan un funcionamiento institucional constante y aseguren las reglas de juego para todos.
Resulta imprescindible avanzar hacia niveles aceptables de calidad institucional, porque el despegue de la Argentina depende, antes de un buen plan económico, de un grado razonable de estabilidad en esta materia, que no va a lograrse, si volvemos a colocar al mando de los asuntos públicos a los mismos que manejaron las instituciones a su antojo los últimos 40 años.
(*) Periodista y abogado