Por Silvio Santamarina
En una reciente presentación pública para la militancia, Máximo Kirchner advirtió que el Frente de Todos debe tener “un programa claro” con el que se comprometan todos los sectores de la coalición, para después “no tener dolores de cabeza”. Parece evidente que con su metáfora de la cefalea se refería a los desencuentros con la fallida gestión presidencial que su madre le encargó a Alberto Fernández. Pero también se refería a algo que lo desvela mucho más, que es el futuro inmediato y sus inciertos protagonistas.
Sucede que, a pesar del fracaso costosísimo para la Argentina que significó la “genial” jugada de Cristina para ganarle a Macri en 2019, el kirchnerismo se encamina a tropezar de nuevo con la misma piedra. Esta vez, el rol de Alberto lo ocuparían Massa o Scioli, o Capitanich o Kicillof… Sea quien fuere, parece que Máximo ya teme lo que todos tememos: otros cuatro años de improvisación e internismo oficial.
Para curarse en salud, les está reclamando a todos los involucrados que piensen algún tipo de pacto entre compañeros, o cláusula de lealtad a la Jefa, que garantice un gobierno coherente. O al menos, un gobierno y no esto.
Como nadie, ni siquiera Kicillof, le asegura poder dormir sin “dolores de cabeza”, el heredero de los Kirchner no quiere resignarse a que no sea su madre la que lidere un eventual gobierno peronista pos Alberto. Pero como la opción de Cristina parece poco probable, habrá que convivir, en el caso en que el peronismo vuelva a ganar, con ese engendro bicéfalo que nació en 2019, y que muy pronto degenera en una acefalía soft de alto riesgo.
Aunque para la mayoría de los argentinos, este modelo de doble comando trabado solo produce pérdidas, hay que decir que al kirchnerismo le ha servido al menos como una especie de seguro contra fracasos de gestión: el operativo despegue que desde hace años motorizan desde el Instituto Patria respecto de la presidencia de Alberto parece alcanzar para descargar de las espaldas de Cristina al menos una parte de las culpas por la catástrofe a que nos ha conducido esta gestión. Y la idea de repetir el truco ya está en marcha. Mientras Máximo abre el paraguas contra cualquier candidato que se presente a las PASO, Juan Grabois ya avisó que ni loco votaría por Massa.
Arde la interna en el Frente de Todos: Grabois acusó a Massa de «cagador» y «vendepatria»
El mecanismo no es nuevo. Ya sucedió con la designación de Scioli como candidato para suceder a Cristina en el 2015: mientras muchos cristinistas lo aplaudían, figuras como Horacio Verbitsky se tapaban la nariz. Es como si el kirchnerismo practicara el internismo rabioso como un método de esterilización de sus aliados, poniéndolos a dedo pero sin hacerse cargo de las consecuencias ulteriores. La tragedia institucional es -como dicen los norteamericanos- de “accountability”: al final del festín macabro, no hay a quién reclamarle por la vajilla rota.
Sin autocrítica clara, de esto viene hablando Máximo cuando se queja de los “dolores de cabeza” que le generan esta clase de coaliciones tóxicas. Imitando a duras penas el gesto profesoral de su madre, pero con un fraseo canyengue propio de su padre, el heredero da lecciones de liderazgo para acotarle el margen de maniobra al próximo “traidor” a la causa K.
Pero toda esa sabiduría aprendida en el hogar de los Kirchner esconde un problema que aturde de tanto que se lo silencia en la militancia: el problema no es que Cristina no quiera gobernar la Argentina por tercera vez; el problema del oficialismo K es que, a esta altura del partido, quien debiera garantizar, o intentar, la continuidad del modelo debería ser el mismísimo Máximo.
Así como Néstor le pasó el cetro a su esposa para fortalecer el esquema sucesorio familiar, ahora sería el turno del primogénito. Pero el heredero no está -y ya parece que nunca lo estará- a la altura de las circunstancias. Y eso es un verdadero dolor de cabeza, que no se cura con nada.