Por Silvio Santamarina
Había una vez un mundo sin dólar. Pero eso fue hace mucho tiempo y, al parecer, un tiempo aburrido. Hasta que un día, a un niño rico que tenía riqueza, se le ocurrió lanzar a rodar la dichosa moneda que pondría en marcha la leyenda verdegris. Así comenzó todo.
Cuenta la leyenda que el conde Stephan Schlick descubrió, cerca del castillo de su familia, un promisorio yacimiento de plata, en el pueblo de Jáchymov, cerca de la milenaria cordillera metalífera que hoy separa a Alemania de la República Checa. Despuntaba el lejano siglo 16, cuando el conde decidió romper el tradicional modelo de negocio minero, que consistía simplemente en minar y vender el metal precioso a terceros, y se animó a ensayar sus propias moneditas plateadas, incluso antes de tener la autorización de la autoridad germánica que regía la zona.
Cuando el experimento finalmente tuvo luz verde oficial, la nueva moneda comenzó a circular tomando el nombre del valle donde se acuñaba, Joachimsthal. De allí que el circulante fuera bautizado con las muy alemanas variantes Joachimstalergulden y Joachimsthalergroschen. Incluso para los hablantes nativos, llevaba más tiempo pronunciar el nombre de ese dinero que efectuar una transacción comercial con él. Así que la sabiduría popular lo acortó a Talergroschen.
Cuando las monedas se fueron expandiendo, gracias a la riqueza metalífera de aquel subsuelo, por las rutas del Sacro Imperio Romano, los abreviados talers o thalers se convirtieron en el germen de un circulante globalizado.
En menos de un siglo, se calcula que se acuñaron 12 millones de talers grandes, más otro tanto en pequeñas monedas fraccionarias. A pesar de tanta prosperidad, a los residentes de Jáchymov no les fue muy bien que digamos: hacia el 1600, la peste y los choques religiosos ya habían diezmado el pueblo, y la tierra estaba agotada de tanta depredación ecológica. Quizá por eso, la Casa de Moneda local fue trasladada a Praga en 1651. Fin del primer capítulo de esta historia.
LA CONVERTIBILIDAD AL REVÉS
Aunque en su primera incursión europea el taler era una moneda de plata equivalente a tres marcos alemanes, pronto se volvió el nombre genérico para cualquier circulante de plata, y más tarde fue sinónimo de dinero fuerte. Así, el fantasma del taler fue insuflando su poder metiéndose en los distintos nombres que le dieron a la moneda en sus respectivas naciones. El historiador Jack Weatherford recoge una lista de variantes: tallero en Italia, daalder para los holandeses, daler para daneses y suecos, dala para los hawaianos, tala en Samoa, talari para los etíopes y, finalmente, los angloparlantes hablaron de “dollars”.
Fue gracias a los escoceses que el vocablo penetró en la lengua inglesa. Entre 1567 y 1571, el rey James VI emitió una moneda de treinta chelines conocida como “dólar espada”, por el diseño en una de sus caras. Los escoceses empezaron a decirle “dólar” a su circulante nacional, para diferenciarse de la dominante influencia de Inglaterra. Un aire independentista se incorporó así a esa palabra, se extendió a las colonias británicas y arraigó particularmente en Norteamérica.
Y aquí viene una curiosidad lexical, pero no solo lexical, sobre el debut del dólar en el continente americano, que nos toca muy de cerca. Para las colonias americanas de origen británico, la dolarización de su economía nació pesificada. Suena raro, pero la primera convertibilidad sucedió al revés del “uno a uno” de Domingo Cavallo en las Provincias Unidas del Sur.
Las colonias británicas no la tuvieron fácil en el Nuevo Continente. Desde Londres, se había impuesto una política monetaria mercantilista que, a fin de acumular oro y plata, había vedado la emisión de circulante incluso para usar en el comercio de sus propios colonos en América. Esto obligó a las colonias a importar monedas de México, ocupado por los españoles, donde funcionaban las casas de acuñación más importantes del planeta. No fueron los únicos: dada la riqueza de las minas mexicanas y peruanas, en poco tiempo las monedas españolas fueron las más aceptadas del mundo. Entre ellos los colonos angloparlantes, que rechazaron las nomenclaturas castellanas de “reales” y “peso”, establecidas por el rey Fernando en 1497. En cambio, los colonos norteamericanos optaron por llamar a esas monedas hispanas tan valiosas “spanish dollar”.
De todas las monedas de procedencia mexicana en las colonias norteamericanas, la más popular fue el “dólar de pilares” (el primer dólar de plata de América): su nombre respondía al diseño de las monedas, con los dos hemisferios del globo terráqueo sostenido por columnas -los pilares de Hércules, representativo del imperio español-. De allí, sugieren algunos historiadores, se inspira el símbolo del dólar moderno de EE.UU., con las columnas representadas por líneas paralelas, cruzadas por una S.
Desde México hasta el Río de la Plata, las regiones americanas emplearon el peso, que provenía del sistema monetario español, y esta influencia llegó hasta el dólar norteamericano, que lo adoptó como equivalente de cambio.
Tras su independencia, Estados Unidos conservó, por familiaridad, la moneda del dólar español. Pasaron varios años hasta que se aprobó en el flamante Congreso una ley para crear su propia moneda que, de todos modos, estaba emparentada con el peso. Recién en 1794 pudieron acuñar dólares de plata sin depender de nadie, aunque el peso (“spanish dollar”) siguió circulando en la economía estadounidense hasta bien avanzado el siglo 19. Sin disponibilidad a la vista de suficientes yacimientos de plata y oro -al menos hasta la célebre “Fiebre del Oro”-, los norteamericanos debieron seguir empleando dólares españoles por mucho tiempo. Una especie de bimonetarismo, o convertibilidad “uno a uno”, con la moneda fuerte hispánica que circulaba desde Buenos Aires hasta Boston.
PAPELES PINTADOS
Entre sus múltiples aportes intelectuales, al genial Benjamin Franklin se lo considera el padre del papel moneda, al menos tal como lo entendemos en la actualidad. De hecho, a los 23 años escribió un manifiesto a favor del circulante impreso, como remplazo de las tradicionales monedas metálicas, que hasta ese momento de la humanidad eran sinónimo universal de valor dinerario.
Ante la escasez crónica de metales preciosos, la audacia e inteligencia de Franklin logró convertir a los Estados Unidos en la primera economía de gran escala en la Historia basada en dinero de papel pintado. Franklin era imprentero y fue uno de los primeros en imprimir billetes en tiempos de las colonias donde, para el inconsciente colectivo, el papel era todavía una dudosa promesa de riqueza: el verdadero valor era metálico, contante y sonante.
En 1751, cuando el parlamento en Londres prohibió la impresión de dinero a sus colonias americanas por temor a perder una herramienta de control e influencia imperial, Benjamin se embarcó hacia Inglaterra para pedir que lo autorizaran a seguir fabricando billetes americanos, pioneros en sofisticación de diseño y trucos anti-falsificadores. Estaba en juego su doctrina, pero también su negocio.
El futuro prócer sostenía que el billete era más estable y fiable que la moneda metálica: eran los vaivenes mundiales de la producción minera vs. la confiabilidad en el gobierno de turno y la economía nacional. El debate sigue vigente.
En 1777, se imprimieron 13 millones de dólares en billetes, llamados “continentales” por solo circulaban en territorio norteamericano. ¿Con qué referencia de moneda fuerte se fijó su valor inicial? En base al dólar de plata o peso español. La equivalencia era uno a uno, pero en pocos años, la presión de los gastos de guerra devaluó el continental hasta quedar a 75 por un peso.
Luego de instalada la República, los continentales dejaron de existir, y el Estado los redimía a sus tenedores a cambio de la irrisoria equivalencia de un continental por apenas un centavo de “spanish dollar”. Papel pintado, literalmente. Aquella lección primigenia quedó grabada para siempre en la cultura monetaria estadounidense.