Dicen que la Generación Z o la de los jóvenes “centennials” encarna el clima de época pospandémico: cuentapropismo y trabajo remoto. Aunque no son tan juveniles que digamos, los principales referentes del oficialismo llegan al último Día de la Lealtad de su gestión (el próximo cae justo en la gran semana electoral de 2023) en un modo muy parecido al de los centennials. Se trata del nuevo –enésimo- esquema de coexistencia que intenta la coalición de Gobierno desde que llegó a la Casa Rosada. Y quizá sea el definitivo.
Por suerte, falta muy poco para la efeméride del 17 de octubre, porque cada hora que pasa, el individualismo faccioso que carcome al Frente de Todos hace metástasis y multiplica actos conmemorativos por separado. Como en los imposibles mapas borgeanos que miden igual que el territorio representado, pareciera que cada peronista prefiere festejar el Día de la Lealtad aislado de los demás compañeros. En soledad, fiel a sí mismo y a nadie más.
Cristina por un lado, Alberto por otro, Sergio de gira, los sindicatos en su interna y los movimientos sociales en la suya. Cada uno delineando su identidad de cara a 2023. Tampoco se trata de la tradicional “bolsa de gatos” peronista, cuyos chillidos indicaban el comienzo de la temporada de apareamiento y reproducción. No, más bien lo contrario.
Alberto y Cristina encabezan hoy un modelo más parecido al de esos matrimonios añosos, que ya no se pelean, no porque hayan logrado reconciliarse, sino porque han alcanzado -por desgaste- un acuerdo tácito de convivencia distante, fría, pero de apariencia pacífica. Ya no se gritan, pero tampoco se hablan.
Aunque en lo afectivo reaccionan como gente entrada en años, en lo profesional la metáfora que mejor los describe es el monotributismo centennial. Freelancers de la militancia y de la gestión, cada cual atiende su juego. Y lo hacen en un formato en el que la presencialidad física –tradicional gesto del peronismo- le abre paso al trabajo remoto, como se estila ahora. Nadie asiste al acto de nadie, porque quizá nadie invita a nadie a su acto. Alrededor de esa confederación de extraños se organiza la gestión de gobierno. Con un reparto de tareas mínimo que trata de esquivar fricciones: el plan es coexistir sin explotar hasta que arranque oficialmente la carrera electoral. A partir de ahí, quién sabe.
Pero ojo: achacarle esta manía atomizada solo al oficialismo sería tan injusto como errado. Solo hay que girar la mirada hacia la oposición, que no puede dejar de tironear entre sus líderes por ver quién se queda antes de tiempo con el pedazo más grande de la chance de éxito electoral que sugieren las encuestas de opinión.
Incluso la banda que planeó y falló el magnicidio contra la Vicepresidenta funciona más como una startup monotributista de la violencia política que como una tradicional célula orgánica de terrorismo ideologizado. Todo es emprendimiento individual e improvisado, flojo de papeles, sin más plan que pegarla de pura suerte, luego de un devastador y costosísimo proceso de prueba y error. Un país en Modo Beta y “fingiendo demencia”, como le gusta decir a la Generación Z.