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El año que vivimos en peligro
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El año que vivimos en peligro

Por Carlos Fara (*)

No nos referimos a la película de Peter Weir que relata la caída del gobierno de Sukarno en Indonesia hacia 1966. Esta es otra película, la de la Argentina 2023, que todavía se sigue filmando. Sabemos que estamos en las últimas escenas, pero nadie conoce el guion, por lo tanto, tampoco el final.

Repasemos las escenas que vimos hasta aquí: 1) economía estancada hace 10 años; 2) alta inflación; 3) tres mandatos presidenciales seguidos que terminan con balance negativo; 4) un rechazo creciente a la grieta K – anti K; y 5) crisis económica + crisis de representatividad (a diferencia de 1989 y 2001). Como corolario de todo eso, se instaló hace por lo menos dos años, una fuerte demanda de cambio que incluye a los propios votantes oficialistas.

No hace falta que el lector haga “rewind” con el control remoto: cualquiera que haya vivido en la Argentina conoce la trama hasta acá. A diferencia del triste recuerdo de 2001/2002, la actual no es una sociedad explosiva, movilizada, con bronca y energía. Es una comunidad implosiva, sin energía, con incertidumbre y angustia.

Luego, como bien describe el especialista Guillermo Olivetto en su libro “Humanidad Ampliada”, la pandemia dejó secuelas muy particulares que agravaron el cuadro. Pero salvo los conflictos sindicales y la movilización de los movimientos sociales, hace mucho que no hay energía para cacerolazos, banderazos, aplauzasos, marchas ciudadanas, etc. Y con la proximidad de las elecciones, es lógico que las energías se canalizasen por ese lado.

En esta película se rompió el síndrome del bombero y el arquitecto. El dueño de casa –la sociedad argentina- llamó a un arquitecto para mejorar la vivienda, pero el profesional no sabía de electricidad y produjo un incendio. El propietario desconcertado llamó a un bombero para que apagara el fuego y lo logró, pero al tiempo el bombero se mostró abusivo y se quiso quedar a vivir. Entonces el dueño lo echa y vuelve a recurrir al arquitecto, que vuelve a producir un incendio, y así regresó el bombero, que es exitoso en su tarea, una vez más. Regresa el arquitecto con nuevas promesas, pero vuelve a dejar un incendio. Finalmente, esta vez el bombero deja un fuego peor al que recibió. El dueño de casa desconcertado, ya no sabe a quién llamar.

Con esta fábula se puede visualizar bien la desazón masiva. En este contexto, el dueño duda entre el arquitecto, el bombero tradicional o un “bombero loco” (dicho simpáticamente, haciendo referencia a un popular juguete utilizado en época de carnavales). No es fácil decidirse, porque los dos primeros ya mostraron su impericia, y el tercero es un desconocido. ¿Decidirá arriesgarse con algo nuevo?

El riesgo que decida correr dependerá del nivel de desesperación que tenga. Si la situación ya era negativa hace mucho tiempo –el oficialismo ya había perdido la elección legislativa de medio término- este año se ha profundizado vía aceleración de la inflación, la mayor en los últimos 32 años. Todo en contra. Sin embargo, un contexto negativo pone techo, pero no saca piso. Por eso, el candidato oficialista aún posee una lucecita de esperanza de no hacer un papelón (salir tercero).

Dicho eso, vale la pena detenerse para comprender el concepto de “voto duro”: nos referimos a un grupo electoral que está impermeabilizado ante cualquier circunstancia o argumento negativo contra su líder. No importa si el candidato es bueno o malo, si tiene propuesta, si hace buena campaña, si lo acusan de corrupto, si lleva una mala gestión, etc. Por lo tanto, si el voto duro de A es mayor al de B, pues marche preso: A sacará más votos pese a las inclemencias del tiempo. La sociología electoral sabe que, pese al desgaste estructural patente, el voto duro peronista es el más alto, ergo menos poroso.

Todos estos elementos que hemos desarrollado sirven para comprender cuáles son las grandes coordenadas en las cuales se moverá la mayoría del electorado. Dichas coordenadas no son factores de mera coyuntura, sino que definen al escenario de modo estructural. Luego, los actores se mueven en los límites de ese territorio hasta donde les permita su propio posicionamiento, maximizando sus posibilidades con juegos estratégicos y tácticos.

Pero recuerde: las elecciones no se ganan porque se quiere, se ganan porque se puede, porque lo permite el clima de la coyuntura histórica. Así, CFK jamás hubiese podido perder su reelección de 2011, y Alberto –si se hubiese presentado- se le habría vuelto imposible remontar la desazón que deja en la gran mayoría social. Si se desea ganar, se debe empezar a trabajar con el suficiente tiempo para agenciarse un buen impermeable.

(*) Consultor político y titular de Carlos Fara & Asociados

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