Por Paula Bandera (*)
“Ya no llame, se vendió”. Desde hace unos años los argentinos padecemos esa frase que, a modo de chiste, inmortalizó un sketch de VideoMatch. Los cartelitos de “sold out” se cuelgan cada vez más rápido, el “sin disponibilidad” manda a la hora de las reservas, todo se agota, todo se llena, un estresor más en una vida diaria ya marcada por el agobio.
En el mundo del espectáculo este fenómeno tiene larga data, el cambio solo se produjo en la modalidad: de las filas al rayo del sol, a la espera frente a la computadora. Sin embargo, en materia de restaurantes se trata de algo nuevo, tanto que salir a comer dejó de ser una decisión del momento para convertirse en una actividad que se planifica hasta con meses de anticipación.
Varios factores convergieron para llegar a esta instancia. Por un lado, en la primera década de este nuevo siglo, la gastronomía se puso de moda: se lanzaron revistas y blogs temáticos, los chefs se convirtieron en rockstars y la cantidad de bares y restaurantes trendies se multiplicó. Al mismo tiempo, las redes sociales ganaron popularidad y, sin dudas, el lanzamiento de Instagram, en 2010, marcó un hito tan fuerte que impactó, incluso, en la manera de pensar los negocios gastronómicos.
De repente, los bares y restaurantes empezaron a diseñarse con rincones o spots “instagrameables”, al igual que la elección de la vajilla; algunos llevaron la cuestión al extremo y hasta crearon platos o bebidas con el solo propósito de convertirse en un fenómeno viral, como sucedió con los freakshakes o el queso y las tortas arcoíris.
Aparecieron los influencers y las recomendaciones gastronómicas cambiaron para siempre. Porque en otros nichos, como la política o la economía, no existen “influenciadores” nativos, es decir nacidos en la propia red, en cambio la “información” de la comida es accesible, está ahí para cualquiera, ni siquiera hace falta conocimiento, alcanza con un buen celular.
Como siempre, están los que hacen bien el trabajo y los que no, los que van por “el pancho y la Coca” y viven en un Disney gastronómico donde todos los días se come “el mejor avocado toast del mundo” o “el mejor ceviche de la historia”; queda en los usuarios decidir a quiénes escuchan.
Hoy basta un buen perfil en Instagram que despierte deseos de comer y beber, y algunas recomendaciones de influencers para lograr que un restaurante se llene. Claro que la tarea de sostenerlo queda del lado de los empresarios gastronómicos, si el producto no es bueno, las caretas se caen.
Y si en Instagram las imágenes y videos son más cuidados, en Tiktok ganan las reseñas de personas comiendo de forma voraz, exagerada, irreal… Primeros planos de mandíbulas masticando, de bocas llenas, de queso chorreando, de cucharadas hundidas en helados, de tenedores entrando a la boca.
Así, la red social china profundizó el término que surgió con Instagram: foodporn, o “comida pornográfica” en español. Es que en esta época, en la que las imágenes sensuales y sexuales están a golpe de click o a un tap de distancia en el celular; en la que el sexo murmura todo el día en la cabeza cuando se tararean canciones de reguetón que sonaron en el gimnasio, en el bar o hasta en un cumpleaños infantil. ¿Qué es lo pornográfico? Lo porno en este mundo que se muere de hambre, lo “ofensivo al pudor” y al recato es comer hasta estallar o liberar dopamina en el restaurante de moda que no tiene mesas disponibles hasta el año próximo.
Más allá de los privilegios, la comida se mueve en el terreno de lo posible y ese es parte de su encanto, porque sabemos que la enfermera ninfómana con el cuerpo de Pamela Anderson solo existe en las películas, mientras que el alfajor que desborda dulce de leche es real.
Placer posible, el “sold out” de la gastronomía llegó para quedarse.
(*) Periodista gastronómica. Fundadora de Carioca Agency, agencia de marketing digital especializada en gastronomía. @paubande