Por Silvio Santamarina
El resurgimiento del plan dolarizador de Milei invita a pensar cómo sería atarse todavía más al influjo de la poderosa FED. Una historia de misterio y paradojas rodea al organismo que hace de banco central de las finanzas estadounidenses.
En noviembre de 1910, mientras la Argentina pujante se despedía de la fiesta continuada por su Centenario, un puñado de banqueros norteamericanos se recluían sigilosamente en una pequeña isla en la costa de Georgia, para pergeñar el gran algoritmo de política monetaria que gobernaría el capitalismo global hasta nuestros días.
El mismísimo nombre de la islita, Jekyll Island, selló para la posteridad el tono opaco de esa cumbre, acaso por la semejanza con el título de aquella terrorífica novela de Robert Louis Stevenson, “The Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde”, llevada innumerablemente a las pantallas por la fascinación algo morbosa que provoca el drama de una personalidad disociada, con una cara honorable y civilizada, la otra maléfica y criminal.
Más allá de la coincidencia de nombres, los protagonistas de aquel retiro financiero en un lujoso y exclusivo resort de la isla de Jekyll se tomaron más de dos décadas en confirmar públicamente que la histórica reunión efectivamente había sucedido, aclaración de transparencia retardada que nunca logró convencer a la opinión pública de que no se trataba de un complot para dejar la economía estadounidense en manos de una banda de banqueros amigos. (Cosas del destino: el selectísimo club donde tuvo lugar la cumbre histórica fue fundado en 1886, el mismo año en que se publicó la novela corta de Stevenson.)
Lo cierto es que los ilustres invitados a la cumbre secreta se habían acercado en tren, usando apenas sus nombres de pila para registrarse como pasajeros, a bordo del vagón privado de uno de los organizadores del mitín, el senador republicano Nelson Aldrich, que presidía el Comité de Finanzas de la cámara alta.
Citados de a uno a la terminal ferroviaria de Hoboken, New Jersey, los notables fueron instruidos para mantener oculto de la prensa el propósito del viaje: si algún curioso preguntaba, la excusa para ir a la isla era una jornada de cacería de patos, para lo cual iban vestidos al tono y hasta armados con escopetas. Y como era conveniente mantener anónima la lista de apellidos ilustres que se subían a ese vagón de elite, durante años los invitados se refirieron jocosamente a ellos mismos como los del “First Name Club”.
Era lógico tanto misterio. La lista de apellidos hubiera disparado por sí sola una teoría conspirativa en la opinión pública. Para empezar, el legendario J.P. Morgan se encargó de la convocatoria, la logística e incluso de franquear el acceso al impenetrable club privado de Jekyll Island. Un socio de la banca Morgan, Henry Davison, fue convocado, en calidad de asesor de la comisión parlamentaria encargada de estudiar reformas al sistema financiero. El influyente economista de Harvard A. Piatt Andrew aportó teoría robusta. Frank Vanderlip, presidente del National City Bank of New York, representaba el parecer de su poderoso socio, John D. Rockefeller. También se anotó el exitoso financista de origen germánico Paul Warburg, de la banca de inversión Kuhn, Loeb & Co. y directivo en Wells Fargo, quien colaboró con su reconocida sapiencia en los sistemas bancarios de Europa y Estados Unidos.
Hubo un par de invitados más, aunque los historiadores no se ponen todavía de acuerdo en la lista definitiva, chequeada y consensuada para la posteridad. Se calcula que alrededor de un cuarto de la riqueza mundial de esa época estaba representada en la cumbre de Jekyll Island.
Lo cierto es que aquellos peso pesados de la banca coincidían en que era urgente encarar una serie de problemas serios que amenazaban la prosperidad económica del país y de sus grandes firmas bancarias. Una de las mayores preocupaciones era la recurrente explosión de crisis financieras, que se manifestaba en las calles en modo de violentísimas corridas bancarias, que siempre olían a peligrosos alzamientos masivos de ahorristas contra los bancos, entidades que hasta entonces habían sido tema de gran controversia en la historia de la política fundacional norteamericana.
Para prevenir tales calamidades, el plan coordinado por el senador Aldrich proponía la creación de un organismo centralizado que actuara como prestamista de última instancia, lo cual serviría de paravalanchas en caso de un efecto dominó disparado por la caída de algún banco de la nación.
Otro desafío era, según aquellos popes del dinero, ordenar de una vez por todas la anarquía monetaria que caracterizó a la economía norteamericana (casualmente también a la Argentina) en su primer siglo de historia. A mediados del siglo XIX, el periódico Chicago Tribune contabilizó la coexistencia de 8.370 (sí, ocho mil trescientos setenta) diferentes tipos de papel moneda circulando al unísono por el territorio de los Estados Unidos de América, emitidos por diferentes bancos privados, la mayoría tan remotos como ignotos. Todos tenían, al menos formalmente, estatus legal, aunque buena parte de ellos cumplía muy dudosamente con el requisito de respaldar sus emisiones de billetes con su equivalente en oro depositado en sus respectivas bóvedas: de allí las cíclicas corridas y pánicos de ahorristas.
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Al club de Jekyll le parecía un antídoto ideal la creación de un organismo que respetara el federalismo y la iniciativa privada, pero que le diera mayor orden y coordinación al sistema bancario nacional. Ese consenso fue el germen de la Reserva Federal que, luego de tironeos, agachadas, grietas, panquequeadas y gatopardismos propios de la lógica política, terminó convirtiéndose en ley en 1913.
Para conformar a todos, y a la vez fastidiarlos, la resultante FED terminó combinando el control por parte del oligopolio bancario privado con la regulación de la burocracia estatal. Republicanos y demócratas, estatistas y libremercadistas, tuvieron algo para elogiar y algo para criticar del flamante organismo, que subsiste hasta hoy, con varias reformas en el medio, obligadas por pifiadas escandalosas del equivalente estadounidense del banco central que funciona en buena parte del resto del planeta. La más sonora fue la del Crack de la década de 1930, que dio lugar a la Gran Depresión. El propio Ben Bernanke, famoso ex presidente de la FED, reconoció sin sonrojarse que, en aquella crisis, los reguladores centrales habían metido la pata.
El otro pecado que se le sigue reprochando hasta hoy al sistema federal de reserva es su fallido manejo de la inflación. Claro que, para una mirada argentina, el llanto de un norteamericano por la depreciación histórica de su moneda suena a puro capricho perfeccionista, a quejarse de lleno. Por eso es que la recurrente promesa/amenaza de Milei de dinamitar el BCRA para dolarizar totalmente la economía argentina parece la única chance de cortar por lo sano con la historia de devaluación crónica y brutal de la moneda nacional.
Sin embargo, en Estados Unidos y en el resto del bien o mal llamado Primer Mundo no piensan lo mismo. Hay una corriente cada vez más caudalosa de críticas al sistema financiero global regido por la FED, que llega a reclamos de otra gran reforma histórica del mecanismo internacional de ahorro, inversión y pagos. La disrupción pandémica y la fiebre del Bitcoin no hicieron más que echarle nafta a ese fuego revolucionario. Pero no se sabe si esa revolución sería de derecha o de izquierda. Ambos extremos encuentran argumentos para dinamitar la FED, con tanta o más furia incendiaria de la que milita el presidente argentino contra su propio Banco Central.
Libertarios y tecno-anarquistas unidos por el vértice de dos utopías espejadas: la competencia de monedas y la defenestración de la banca monopólica tradicional. Esta paradoja no menor es la que importaremos en caso de que adoptemos los billetes impresos y firmados por la Reserva Federal como principal moneda de curso legal en territorio argentino. Va a ser divertido, si no explotamos en pleno experimento.