Por Dante Avaro (*)
Al ver el revuelo que se ha levantado en torno al movimiento de brazos realizado por el señor Elon Musk, no puedo dejar de pensar en el impacto local sobre ese acontecimiento. En pocas horas, ríos de impresiones digitales han inundado todo, y un lodo algo putrefacto ha cubierto la conversación pública.
Las repercusiones cubren un extenso arco: desde las justificaciones más insólitas y arbitrarias, hasta las críticas furibundas con movimientos de brazo incluidos, solo que, en este caso, con el puño cerrado. En el medio, algunos juicios atemperados, desperdigados y sin capacidad de llamar la atención en la opinión pública. No resultan encendidos, son tristes, como esta nota.
De cara a esta cuestión, no puedo dejar de pensar en tres asuntos, y creo que no son solo relevantes por sí mismos, sino por el orden que guardan entre sí, obviando otros asuntos intrascendentes.
No se puede leer el corazón de nuestro interlocutor. Les debemos a los moralistas franceses múltiples variantes sobre este espinoso asunto. Esta tesis (en principio literaria) afirma que en una relación dialógica resulta imposible tener certezas sobre las afirmaciones del otro. Dicho de una manera elegante: las conductas prosociales pueden ser, en el fondo, posiciones únicamente estratégicas. Aunque aquellos moralistas estaban diciendo algo más: la “verdad” del otro siempre está fuera de las posibilidades cognoscentes del analista. Sin embargo, lo más importante aún, es que nadie tiene derecho a dudar de lo que cada quien diga. Esta especie de principio regulador de la sociedad es, entre otras cosas, la base de la opinión que se toma por legítima; sin olvidar, claro está, el cinismo y la hipocresía. Estos son, qué duda cabe, grandes lubricantes de la vida política. Si eres un demócrata, no puedes hacer caso omiso de este asunto, y más vale que lo aceptes como parte de las reglas del juego. Caso contrario, estás viendo otra película, no la democrática.

Dante Abaro
Defender a capa y espada el derecho del otro a decir lo que piensa. Formidables argumentaciones sobre la libertad de expresión se encuentran bajo la característica pluma de John Stuart Mill. Aunque no hay mucho por agregar, me atrevo a una anotación marginal. Ser un demócrata es comprender que no puede haber democracia sin libertad de expresión, pero también que ella nunca se va a desarrollar en un ambiente aséptico o en un cuarto experimental.
La democracia es un imán perfecto y potente para atraer a demagogos, paternalistas, catadores morales, sin dejar de apuntar en esta lista a aquellos que, escudados detrás de la noble mentira platónica, quieren monopolizar la opinión o, peor aún, la “verdad”. El demócrata redomado tiene que saber que vivir en democracia es un constante caminar en una cuerda floja, que consiste en practicar la libertad de expresión en un terreno siempre hostil y temerario. Si no fuera por las adversidades, sería difícil reconocer de primera mano las virtudes de la libertad de expresión. Aunque, hay que enfatizar, el balancín es lo que nos mantiene sobre la cuerda.
La fragilidad de las cosas buenas. En uno de sus textos, Ortega y Gasset -cito de memoria- supo decir lo siguiente sobre la democracia: “Algo tan benéfico para la humanidad no puede durar mucho tiempo”. Se estaba refiriendo a la fragilidad propia de la organización democrática. El pesimismo orteguiano tiene otra cara que, en clave conservadora, podría colocarse en estos términos: lo que valoramos merece ser conservado, pero conservar siempre implica trabajo, esfuerzo, tiempo y dedicación.
Estos tres tópicos pueden desembocar, sin esfuerzo, en un área intelectual de defensa de la democracia que lleva por título “democracia militante”, cuyo iniciador fue, hace casi un siglo, el filósofo y constitucionalista alemán Karl Loewenstein. Sin embargo, aquí quiero concluir con un mensaje algo diferente.
Cuando una parte importante de la opinión pública obtiene grandes beneficios psicológicos de los dichos y acciones de bravucones, el demócrata debe ponerse alerta. El demócrata redomado, y el entusiasta también, debe de saber que los bravucones de todo tipo, desde aquellos ubicados en las más ponderadas esferas hasta los de baja estofa, harán todo lo posible para llevar al máximo dichos beneficios psicológicos. Ningún liberal puede aceptar este asunto, mucho menos un liberal triste (para enfatizar la distinción propuesta por Carlo Gambescia). El bravucón, que se apoya sobre las pasiones, ha de entender que el viento puede darse vuelta e impulsar otro barco, pero allí habrá otro bravucón de signo contrario, no un demócrata atemperado dispuesto a cuidar la frágil constitución de la sociedad libre.
(*) Doctor en Filosofía, licenciado en Economía e investigador del Conicet