Estaba al aire en el noticiero cuando me llegó un mensaje de mi padre al celular. “El pueblo está ávido de alegría”, me decía él, que suele ser bastante escéptico, comentándome la algarabía que devolvía la pantalla de la tele a esa misma hora en que es muy raro encontrar una buena noticia en los informativos.
En un contexto tan difícil, la catarsis del desahogo parecía purgar el año más triste que se recuerde. El año de la tristeza, no sólo porque esa es la emoción que surge de los focus groups, destacada y medida con calibre técnico por los encuestadores, sino porque se siente en los padecimientos de un país al que le han desangrado la esperanza y no porque se empeñe en derrotas. Ya ven, cuando hay algo que celebrar el entusiasmo surfea la grieta, cambiando de pronto la conversación.
La tristeza se siente tanto que sólo basta recordar cómo empezó la mañana de la semifinal, con el lamento impotente de una mujer que, en su límite psíquico de lo soportable, braceando para respirar y soltar las palabras en medio de tanta angustia, sintetizaba lo que es la realidad de cada día para millones: tratar de sobrevivir.
En el mismo país que le corta las piernas, la magia de una gambeta sólo horas después, electrizaba de euforia a los sobrevivientes de ese campeonato en que la realidad te gana por goleada. Pero no es que el fútbol apague ese otro torneo perdidoso. El contraste de tanta tristeza con la repentina y novedosa alegría es lo que la eleva en todas sus potencias, como exorcismo momentáneo entre tantas miserias. La alegría es tanta porque es mucha la tristeza.
Los políticos mueren por ganar en un mundial mientras gobiernan para asociarse a la gloria. Este Gobierno no puede capitalizar la alegría del Mundial. La Selección hizo todo bien, ellos hacen todo mal. Lionel Scaloni es un ejemplo de mesura, humildad, y respeto. Desde el poder, baja la desmesura, la soberbia y la agresión. Uno arranca el día preguntándose qué hará hoy el Gobierno contra nosotros. No importa quién sea.
Festejan que la inflación con suerte no llegará a 6%, ajustan a los jubilados, niegan los problemas, se niegan entre ellos, y la señora no puede convocar una multitud indignada por su condena por corrupción. ¿Cómo va a estar contenta la gente ahora que ella está furiosa? ¿No les llama la atención que Cristina no puede subirse ni un poquito a la alegría por el fútbol? Pareciera que le cuesta el registro donde se borra el conflicto.
Ayer vimos en el mismo Obelisco cómo se mezclaban celebreties con gente de a pie, radicales con peronistas, vecinos de Recoleta con laburantes de Gonzalez Catán, y turistas franceses con bangladeshíes. Nadie se quería perder ese cachito de historia. Y para ponerse de acuerdo en ir al mismo lugar, no les pusieron un micro, no les pagaron un plan, no les tomaron lista, ni les pusieron una pulsera vip. Había visitantes del interior del país que, lejos de Qatar, querían vivir la experiencia de ir a festejar al Obelisco, y había viajeros de Bangladesh que vinieron a la Argentina para sentirse locales en esta loca alegría. Ellos que en medio de enorme pobreza ahorran para comprarse la camiseta de un país lejano del confín del sur, para tener una tajada en esta gloria ilusoria que da el fútbol. “Puede que el fútbol sea el opio de los pueblos de esta época -nos decía un psicoanalista- pero ayuda tener esta alegría”
Es curioso, porque no es la única buena noticia de estas horas. Pero lo ha opacado todo. La otra buena nueva tiene que ver con la fusión nuclear, un tema que parece de ficción, sacado de Star Trek y viene de los laboratorios científicos. Se logró producir energía con hidrógeno en vez de uranio y la explicación de esta combustión limpia mete una metáfora sugerente: “Se necesita mucha energía para que los núcleos de signo positivo se junten. Pero una vez que se produce la fusión se libera más energía incluso que la que se necesitó para juntarlos”.
El mundial, se me ocurre, tira fusión nuclear de alegría exótica para los cansados argentinos, que en forma reciente nos hemos sentido colectivamente derrotados, por la ineptitud, los cepos y la permanente falta de respeto. Porque los chicos se van, porque la corrupción revuelve las tripas, o porque simplemente cuando sólo queda sobrevivir, te sacan del horizonte el futuro, porque apenas intentas llegar a la orilla en el naufragio.
En estos días en que el mundo se parece tanto a una pelota, la alegría deportiva no borra la factura obscena de la corrupción detrás de la organización de la Copa del Mundo. Qué rápido van presos los que tienen bolsos con plata allá en Europa, me dijo alguien ayer a la misma hora de los goles de Julián Álvarez.
Tampoco se borra la factura macabra, por violaciones a los derechos humanos. Ayer, en Irán, condenaron a morir en la horca al futbolista que osó apoyar las protestas de las mujeres y las libertades básicas en su país, durante en la Copa del Mundo. La Federación de Asociaciones de Futbolistas Profesionales, no la FIFA, se manifestó “conmocionada y asqueada”. Por enemistad con Dios lo condenaron. No esperen que este Gobierno se pronuncie. Mirá que tienen amigos…
Ayer me acordé del libro de Marcos Aguinis “El atroz encanto de ser argentinos”. “¿Cómo puede ser atroz un encanto?”, se pregunta el autor. Y es que ser argentino, sigue, es una empresa cada vez más difícil. Emociona serlo, pero se sufre por ello. Al editar este libro en pleno 2001, Aguinis intentaba demostrar que “la Argentina no está desahuciada”. El mundial tiene entre líneas el mensaje de que se puede lograr algo en función del mérito y la virtud, sin la cancha inclinada de tanto tramposo y tanto vivo, de los que chupan la sangre del que hace en vez de arremangarse, y de los falsos profetas del relato.
La final del domingo será el último partido de un mundial para Lionel Messi. Es el más grande todos los tiempos en los registros, pero esta Copa se le negó cuatro veces. No tuvo mano de Dios, ni golpe de suerte. A él que hizo todo bien no le alcanzó. Pelear hasta el final puede tener recompensa. Aunque en el fútbol uno sea viejo a los jóvenes 35 años.