Por Horacio Minotti (*)
En los últimos tiempos han aparecido ciertos personajillos políticos militando con fiereza un curioso discurso al que llaman antigrieta y fustigando ferozmente a todos aquellos que no se avienen a convenir que dicha fórmula es la salida del oscuro túnel. El problema de esa alquimia -o, como tal vez la llamaría Marta Minujín, esa “menesunda”-, a la que denominan grácilmente “consensos”, es que suele tener aroma a contubernio.
Los que proclaman tales acuerdos no se refieren a alcanzarlos con la sociedad, mediante la convicción y el voto, sino a consensuar entre dirigentes políticos, a una suerte de juntada fernetera de figurones desprestigiados, en la que todos abrazados, y entre chistes subidos de tono, definan los futuros de aquellos que, absortos, los miran con completa desconfianza.
La sociedad política tiene que asumir que, salvo honrosas excepciones, los dirigentes tienen largamente más imagen negativa que positiva y, por ende, los acuerdos entre ellos, para “salvarnos” a nosotros, no tienen ninguna legitimidad.
Usted imagine que encuentra juntos en un restaurante al tipo que le vendió un auto usado que fundió a los dos meses; su ex socio que lo dejó sin un peso y se puso un hotel 5 estrellas; y el vecino que le corrió cinco metros la medianera y se quedó parte de su terreno. Cuando usted los mira, aterrado, el vendedor de vehículos le guiña un ojo y la asegura “Tranqui, estamos pensando en vos”, con una media sonrisa pícara. Los niveles de tranquilidad frente a los amontonamientos de políticos son más o menos similares.
Los famosos consensos no son una novedad: el pacto militar-sindical fue uno muy significativo en la historia argentina. El Pacto con Irán también ha sido seguramente, fruto del consenso entre las autoridades argentinas que pretendían encubrir el atentado a la AMIA y los dictadores de la vieja Persia. Pero, como podemos ver, no siempre sus resultados son muy eficientes en materia de satisfacer demandas sociales.
Porque un acuerdo entre tramposos deriva en una trampa. Cuando en plena pandemia de COVID-19 Alberto Fernández, Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta consensuaban las características de nuestro obscuro encierro y nos las anunciaban juntos, todo terminó en una lógica traición entre ellos, cuando el Gobierno nacional le quitó arbitrariamente a la Ciudad puntos de coparticipación, que pagamos todos con los impuestos que incrementó y los que agregó el Gobierno porteño.
Ya la sociedad lo percibe; con justa razón desconfía, sospecha. Dos o más dirigentes en una mesa, disfrutando unas apetitosas pechugas de ciervo, generan mucho más espanto que esperanza. Amontonar dirigentes no es equivalente a acumular legitimidad; por el contrario, en estos tiempos de desilusión con los gobernantes, la lectura se relaciona con la idea de que detrás hay algo que vamos a terminar pagando todos.
Los dirigentes políticos deben empezar a preocuparse por construir una relación sincera y lo más directa posible con los ciudadanos, sin paredes, sin trampas, sin esa condición endogámica que utiliza la política para defenderse a sí misma de los ciudadanos y que la aisla. Una vez que los dirigentes hayan construido ese vínculo, sus eventuales consensos serán creíbles y podrían, entonces sí, establecer una esperanza de un futuro mejor.
Pero acordar sin hacer este trabajo previo es totalmente inconducente. Lo más conveniente parece ser consensuar con el mandante, porque cuando un político es electo se transforma en mandatario y su deber es mantener acuerdos con el soberano. El mandato no habilita a alejarse de quien se lo ha otorgado para hacer acuerdos a sus espaldas. La legitimidad se construye con mayorías homogéneas y se extiende luego en acuerdos parlamentarios sobre temáticas determinadas. Se llama república, y así funciona el mundo occidental.
(*) Periodista y abogado