En Bélgica quieren eliminar el Senado. Lo más curioso es que la iniciativa de eliminarlo la tomó Stephanie D’Hose, presidenta de la institución. La medida tiene mucho consenso y deberá ser convalidada por la población en referéndum. El motivo que esgrime la senadora es que en un país que tiene varios gobiernos y parlamentos (nacionales y por regiones) la existencia del Senado ha perdido el sentido y es redundante.
Una señora política que quiere que se tome una medida, mediante la cual ella será la primera damnificada, porque esa medida conviene al país. La idea que existe en algunos países es que los políticos sólo son servidores públicos.
La mafia peronista, Larreta y el peligro de normalizar (otra vez) a los parásitos
En muchos lugares el Estado es una cosa dura y muy difícil de modificar cuando, en esencia, el Estado debería ser una herramienta elástica que se amolde a los cambios que se producen en las sociedades. No es un tema ideológico, es un tema de eficiencia y de servicio público. La idea de servicio público incluye, por supuesto, la absoluta creencia acerca de que el Estado no es propiedad de los políticos: se nutre del dinero de los ciudadanos.
El gran problema es que el pensamiento dominante en las burocracias estatales y muchos políticos es que, pese a los cambios sociales o a los avances tecnológicos, la administración no se debe modernizar. Es así que en países como Argentina es casi imposible modificar nada por la acción coordinada de políticos y de burócratas que se oponen a los cambios.
Usemos un ejemplo: en muchos países hay canales de televisión públicos. Fueron creados en un momento en que era un servicio de comunicación casi único. Para ubicarnos en tiempo, podemos decir que el canal público en Argentina nació en 1951 y, en Europa, la televisión publica (TVE) nació en 1956. Nadie en su sano juicio podría argumentar que no ha cambiado nada en esa materia desde la década del 50 hasta hoy, donde con una conexión a internet cualquiera tiene acceso a una cantidad ilimitada de contenidos pagos o gratuitos.
Las televisiones públicas pasaron de ser el único canal que se podía ver a tener una competencia monstruosa, que hace que sus índices de audiencia se derrumben año a año. Tienen cantidades impresionantes de empleados cuando hoy en día hay jóvenes que transmiten desde una casa y tienen audiencias fabulosas. Nadie verá televisión pública en un breve tiempo.
¿Por qué no se modernizan esas estructuras y siguen con sus extraordinarios gastos que pagan todos los ciudadanos? Porque las burocracias estatales resisten y muchos políticos se asustan de las consecuencias de enfrentarlas. En las administraciones populistas, como el kirchnerismo, esos medios se usan, además, para que los comunicadores afines cobren sueldos altísimos, convirtiéndose así en patéticas usinas de militancia.
Modernizar el Estado y terminar con esos sectores que se quedan con lo que es de todos no es ir en contra de nadie. Es, por el contrario, entender que ha habido un monumental cambio en los hábitos de consumo audiovisual de los ciudadanos y que, si no se reforman, no se está cumpliendo con la obligación de respetar al contribuyente. Usé el ejemplo de las televisiones públicas, pero podría usar cientos de ejemplos de lugares estatales anquilosados que no cumplen ninguna función más que favorecer a políticos y burócratas con el dinero de los contribuyentes.
Esta falta de realismo en los gastos del Estado termina teniendo como consecuencia la falta de confianza de vastos sectores de la población, que ven cómo un grupo se apodera de lugares y no les da ninguna solución a los problemas que, muchas veces, les genera el mismo Estado ineficiente.
El daño es múltiple cuando no se adapta el Estado a las necesidades y a la realidades del momento: se malgasta dinero, se beneficia a unos pocos y la mayoría pierde confianza en el sistema.