Por Carlos Fara (*)
Argentina está estancada hace once años. Es decir que existe una generación –la más joven del padrón electoral- que no conoce un horizonte de prosperidad, y que ve a sus padres vencidos, impotentes, tristes, desahuciados. Después de tres gobiernos con balance negativo, el sistema de representación tradicional hizo eclosión.
Todo el proceso está lleno de detalles inéditos, lo cual podía hacer imaginar que el resultado final también lo fuera. Al menos, desde 1946 que no ganaba un outsider, o alguien que no pertenecía al statu quo político tradicional. Tampoco un candidato que le compitiera al peronismo en su propia base social, donde era hegemónico. 77 años después pareciera que el sistema entra en una fase de rectificación.
Desde aquel 1946 todos los presidentes elegidos por voto popular, hicieron un cursus honorum dentro del sistema político, incluso el más nuevo de ellos. Mauricio Macri creó un partido pensando en el largo plazo, se consolidó, ganó elecciones locales, creció a nivel nacional, obligó a una alianza con una fuerza histórica y así arribó a la Presidencia. Fue un outsider solo al principio.
Argentina no tenía tradición de outsiders, como Perú o Ecuador. Sistemáticamente en los estudios de opinión pública se descartaba a personajes que resultaban interesantes, pero que a la hora de votarlos surgían las dudas: “lo veo muy solo”, “no tiene partido”, “no tiene experiencia, no sé si podrá”. Todas estas dudas legítimas se esfumaron nada más ni nada menos que en una elección presidencial.
El electorado dejó de ser cauteloso o conservador para pasar a aceptar correr un gran riesgo, cansado de que el statu quo no solo no lo sacara de la crisis, sino que además la profundizara gobierno tras gobierno.
Esta no es solo una elección de cambio, sino que puede estar indicando una metamorfosis del sistema de valores. Muchas veces se escucha decir que los argentinos somos “demasiado pasivos”, que frente a las cosas que pasaron “en otros lados hubiesen incendiado todo”. Puede ser. Cada nación tiene su propia idiosincrasia, con aspectos positivos y negativos. En todo caso, esta “revolución electoral” del 19-N fue muy pacífica, sin estallido social pese a una inflación sin precedentes en 32 años, sin hechos que lamentar, con los festejos normales, con la transparencia y la legitimidad habituales.
Cada vez que parecía que el sistema se cerraba, un sector del voto popular lo abrió.
Menem le ganó a Cafiero en 1988. El Frepaso se metió por primera vez como una cuña entre peronismo y radicalismo pos Pacto de Olivos. En 2003 todo estalló en fragmentos. Luego apareció el PRO para avisar que hacía falta algo nuevo. En 2015 hizo su presencia Massa, el tercero más votado de la historia argentina. Y ahora llegó Milei, ratificando que la opinión pública no se siente cómoda solo con dos ofertas principales.
Que se consolide o no La Libertad Avanza dependerá sobre todo de los resultados de su gestión. Estos movimientos muy personalistas han tendido a ser una expresión muy coyuntural, atada a un gran issue, pero que cuando cambian los vientos –ya sea porque se desplaza la demanda a otros temas o, se pierde una elección- desaparecen o se reducen a una mínima expresión. Así les sucedió a los partidos que oportunamente crearon Alsogaray, Cavallo, Béliz o Rico, entre otros.
¿Será LLA un nuevo movimiento (¿mileismo?) anclado en los segmentos más populares, joven, revulsivo al statu quo, aggiornado a los medios de comunicación de la época, que se nutre de la matriz “basista” de la Internet y las plataformas digitales? No hay que descartarlo.
El sujeto histórico básico del peronismo ha ido mutando. Ergo, su expresión política atraviesa una crisis estructural. Ni Juntos por el Cambio, ni Unión por la Patria supieron expresar el sentir de una nueva configuración socio laboral y demográfica.
Una nueva Argentina habló en este 2023. Un país mucho más diverso y fragmentado que aquel del 17 de octubre de 1945. Pero ahora la plaza es digital.
(*) Consultor político, titular de Carlos Fara & Asociados y presidente de la IAPC