A horas del alegato de su abogado en la causa Vialidad, la vicepresidenta volvió a embestir contra los fiscales Luciani y Mola. Acusó a quienes la acusan de haber tramado una “farsa guionada”.
Cristina Fernández pasó sin escalas de mostrarse llorosa y pidiendo rezos, con curas, monjas y rosario, a su versión más furibunda. Y tiene motivos. No es casualidad que busque minar la credibilidad de los fiscales. Cristina busca desesperadamente que no les crean a los fiscales porque sabe que la gente a la que no le cree es a ella.
En todas las encuestas sobre el tema, una abrumadora mayoría cree que Cristina Fernández es culpable. Es realmente incomprensible para ella, que pregonó la absolución de la historia, y que volvió al poder a pesar de sus causas, esta condena del “pueblo”. La condena social es peor que un juicio por jurados para un político.
Y sobre todo para una dirigente que ha hecho política con su relato, con su interpretación de la realidad y con su búsqueda de culpables permanente. Ahora ella es la señalada. Y ni siquiera se ha producido el veredicto. No es raro entonces su desconcierto. El descrédito, la bancarrota de la reputación es lo que hoy inquieta a Cristina Fernández hasta extremos impensados.
Y ese descrédito social es el que también dejó brutalmente al desnudo la desconfianza sobre el ataque que sufrió la vicepresidenta en la puerta de su casa. La “gente”, ese colectivo tan amplio y general que poco describe pero a muchos junta, en una enorme mayoría no cree en el atentado. Ni con una pistola en vivo y en directo a centímetros del rostro de la víctima.
La gente, piensa que fue un montaje, y poco ayuda que las autoridades hayan salido desde el primer minuto a acusar a los odiadores de la oposición, los medios y la Justicia en vez de fijarse en quién empuñó el arma.
Los últimos empeños se dirigen a encontrar una conexión política, y mejor si llega a algo relacionado con Macri. Todo ocurre al mismo tiempo en que salen a pedirle reuniones y diálogo al expresidente. Es muy alucinante.
Pero es el ejemplo perfecto de por qué resulta tan difícil creerle algo a Cristina o al Gobierno. Porque casi al mismo tiempo muestran lo contrario de lo que dicen. Piden diálogo y amenazan con incendiar la ciudad. Dicen que los otros rompen el consenso democrático, pero extorsionan con la paz social a cambio de impunidad en el caso Vialidad. Es como hablar como Strassera al mismo tiempo que actuás una de Francis Ford Copolla.
El problema es que eso llega a todos los planos del Gobierno, es decir de la administración de lo público. No quieren hacer las PASO porque es un gastadero de plata, pero van a derrochar otro Plan Platita que está detallado en el presupuesto. Pérsico tendrá fondos por un 160% más para el año que viene. De antemano nos toman el pelo diciendo que esperan 60% de inflación cuando la mayoría festejaría que no se pase el 85%, que es la base más optimista que ofrecen las proyecciones económicas privadas. ¿Se acuerdan cuando Guzmán proyectaba un 33% para este año? Debió haberlo multiplicado por 3 y quizás no nos sentiríamos tan estúpidos. No da la sensación de que quieran solucionar el problema de la inflación. Simplemente porque no están haciendo algo al respecto.
Simulan un ajuste total, pero la política no ajusta nada y la guadaña cae sobre todo en la clase media. La meta del Gobierno es bastante más flaca: apenas que no descarrile el acuerdo con el Fondo.
Y no me fui del tema de la credibilidad de Cristina Fernández por hablar de la inflación. Esta historia, empezó con Cristina proponiéndole a la sociedad votar a Alberto y Alberto prometiéndole a la sociedad una heladera llena y con asado. Y no sólo esas promesas de bienestar se incumplieron. Alberto, no el alegato de Luciani, fue la farsa. Y la prueba es que la propia Cristina le hizo la vida imposible y ahora el presidente parece un convidado de piedra en su propio gobierno, un presidente de cóctel que sella acuerdos que negocia otro porque a él ni siquiera lo dejaron. Cristina sólo cambió la máscara, que ahora es muy parecida a Sergio Massa, para evitar el desastre que no se dedicaron a resolver porque gobernaron con otros fines.
La “gente” vio cómo a lo único que se dedicó sin pausa el Gobierno fue a intentar impunidad para la vicepresidenta atacando a la Justicia.
Entonces, si le preguntan cuál es la farsa, difícilmente piense en el fiscal Luciani, que para hacer su investigación se jugó el pellejo y que acaba de recibir una amenaza del propio presidente y todas las descalificaciones de la vice, además de la innumerable lista de insultos injuriosos e intimidaciones que vienen de su espacio.
Estamos ante meses que serán determinantes para el futuro judicial de Cristina Fernández. Entre septiembre y noviembre la Justicia decidirá si revoca o confirma su sobreseimiento en Hotesur-Los Sauces y el Pacto con Irán, que fue la denuncia de Alberto Nisman. En ambos casos, si la resolución es negativa para Cristina Fernández, ambas causas deben volver a juicio oral. La única instancia de apelación que queda es la
Corte Suprema.
Es fácil entender por qué la urgencia de ampliarla o la permanente necesidad de atacarla. Es porque simplemente todos los caminos conducen a Roma. Y como están las cosas es muy difícil que un tribunal sensato siente jurisprudencia para desarmar el debido proceso a tal punto de hacer inútil el juicio para determinar culpabilidad o inocencia.
En este sentido, el problema de Cristina Fernández es mayor, porque la Justicia deberá decidir sobre los procesos que la involucran a sabiendas de que ni la sociedad de antemano le cree. Y por eso mismo sus embates a la Justicia perdieron fuerza a pesar incluso de su cautivante teatralidad.
Cualquiera le recomendaría concentrarse en la defensa real y no mediática o política de las causas. Y es lo que había prometido su abogado Alberto Beraldi, pero que hasta ahora no vimos por parte de la vicepresidenta. Lo único que vimos hasta ahora es que no tienen manera de rebatir las acusaciones del fiscal. Contestan con descalificaciones, o con insólitas apelaciones que podrían sintetizarse en “los otros también roban” o “la única boluda soy yo”, como dijo la propia vicepresidenta.
Si el alegato de su abogado está más centrado en buscar la nulidad de las pruebas, invalidar cuestiones procesales, o buscar un hilo conductor político para quebrar la causa, es sencillo anticipar que no hay respuesta para las cuestiones más graves. Si todo se reduce a intentar defenestrar el uso del teléfono de José López que ellos mismos avalaron como evidencia, quedará claro que no pueden explicar, por qué en esas conversaciones aparece Cristina como quien toma las decisiones. O por qué un ignoto empleado bancario se convirtió en multimillonario estanciero patagónico al calor de la obra pública y que es tan cercano a la familia Kirchner que hasta construyó el mausoleo de Néstor y tuvo durante mucho tiempo él mismo la llave, es decir, que había que pedírsela para entrar a rezar. En fin. No es muy difícil saber qué contesta la “gente” cuando le preguntan cuál es la farsa.
Los argentinos ven una farsa en el poder y encima son los que pagan la cuenta. El porcentaje de los que creen que Cristina es culpable es directamente proporcional a los que creen que el fiscal Luciani tiene razón. Pero la Justicia en un sistema republicano, no se dirime ni por encuestas ni por elecciones, sino por el debido proceso. Ni los medios, ni los involucrados, ni la gente, serán los que decidan. Lo hará un tribunal, bajo las reglas
del Estado de derecho y probablemente ocurra al mismo tiempo que la mayoría esté embelesada con las gambetas de Messi en el Mundial. Esta semana la vicepresidenta podrá alegar por su inocencia.
Primero su abogado y luego ella. Hasta ahora, acusó a sus acusadores. Veremos si puede explicar dónde fue la plata, por qué no se terminaron las rutas, por qué Baez amasó una fortuna, y por qué estuvo el mismo elenco de funcionarios repitiendo la metodología 12 años.
Durante este tiempo, varios referentes oficialistas apuntaron que las decisiones políticas no son judiciables. Si eso no es la casta, la casta dónde está. Este es el corazón de una causa de la que se desprenden otras y ya es una causa histórica porque apunta a uno de los grandes males que enferman a nuestra democracia: la corrupción.
Que el tribunal decida lo que deba decidir en base a la evidencia. Que no escuche encuestas ni se conmueva por amenazas. En días tan miserables, que los funcionarios rindan cuentas, no es una mala noticia. Somos todos iguales ante la ley, aunque la señora Kirchner a veces se comporte como si fuera intocable.