Hoy el aire de la radio y todos nosotros despertamos un poco huérfanos. Un poco destetados. Se fue Magdalena.
¿Cómo es que quien estaba hecha de la valentía sobria de los héroes no era inmortal? A las madres las pensamos así, inmortales. Y Magda fue un poco madre de todos nosotros. Nos dejó a cada uno su testamento de integridad y algún momento inolvidable.
Ese momento inolvidable fue para mí una entrevista que pude hacerle al filo de la medianoche en mi programa “Confesiones”, por Radio Mitre, hace dos años casi exactos, cuando aún corría apocalíptica la pandemia.
No quiero despedirla. Prefiero traer de vuelta su voz a este templo laico del aire de la radio, dejándonos como gema su legado, en sus propias palabras. Esa noche hablamos del coraje y del miedo, con ella, que había tenido coraje cuando podía costar la vida, en plena dictadura.
Magdalena le ofrendó la vida a la mañana radial. Un esfuerzo inconmensurable, aunque a ella le gustara quitarle importancia con un humor pícaro que la hacía compañera y cercana.
Todos sabíamos que Magdalena pensaba en muchas más cosas que la guita. Generaciones enteras crecieron sabiendo que, aunque todo flaqueara, ella estaría allí, sin flaquear. Y lo había demostrado en la hora más dura.
Su refinamiento intelectual jamás le quitó cercanía. No tuvo que ser demagoga para ser de todos. Ni disimular su intelecto para ser popular. Su contrato era más simple. Ella hablaba por todos nosotros. Levantaba la voz ante el poder. Y sabíamos sin dudarlo que Magdalena iba a hablar por nosotros. Nunca traicionó ese contrato. La coherencia fue su firma.
Magdalena fue la voz de miles de argentinos para quienes la radio era ella en cada despertar, decidida a cantar bajo la lluvia en un país tormentoso. Con esa canción que era uno de sus himnos comenzaba tempranísimo.
Magda fue la voz de la infancia de muchos. Y con ella se va algo de nosotros. También fue el ejemplo para generaciones de periodistas a quienes nos abrió el camino para exorcizar los miedos y hacer las preguntas que había que hacer.
Ella les dio el micrófono a las madres de Plaza de Mayo en plena dictadura y nunca exhibió su coraje por vanidad. Magda no tenía nada que demostrar porque Magda “era”.
Pocas veces en mi vida me sentí nerviosa ante una entrevista y esa noche se lo dije. También quise regalarle una poesía que le encantó y cuando le agradecí por la nota me dijo por WhatsApp: “¡Tu generosidad me puso insoportable! ¡Ya me siento Ray Bradbury!”.
“Noooo”, le dije, con muchas “o”. “No es generosidad Magda. Sos lo más grande que hay”. Busqué esos mensajes ayer y me reconfortó haberme animado también a agradecerle otra cosa. Ese día luego de pensarlo, se lo escribí: “Siendo cronista en las calles te escuchaba tan valiente que me hacías sentir más valiente cuando yo recién empezaba”.
Soy de una generación que miró a Magdalena Ruiz Guiñazú como un estandarte. Inclaudicable.
Sin dudas, a ella le debemos también un poco la democracia y su mensaje es alto en estos tiempos en que a veces nos gana la desesperanza. Magda demostró que en las horas más oscuras no hay que darse por vencido.
Hay que creer de verdad en la libertad de decir, cuando decir te puede costar el pellejo. Y nunca la escuchamos jactarse. Ni tener resentimiento con los ingratos. Ni perder la calma con los iracundos. Y sabía decir no. Al ministro, al Presidente o al adulador. Magda fue gigante. Pero eso no le importaba.
Esa noche le dije que entrevistarla había sido un hito para mí. Y me dijo ¡ella! con enorme generosidad: “Y para mí también, mis nietos mayores no podían creer que me dieras tanta bola!”. Me reí y le contesté: “¡Es que son jóvenes! Ya les voy a explicar”. Estoy segura de que hoy sus nietos saben más que nunca que su abuela fue una heroína de la democracia. Una señora periodista. La mejor de nosotros.
Tiene razón Miguel Wiñazki, “no hay silencio para Magdalena”.
Ella es el aire, que no se calla la boca. Tiembla el miedo ante Magdalena.