Por Silvio Santamarina
Fue un juego curioso el debate político de esta semana. Al igual que su madre, Máximo Kirchner eligió el viernes para marcar posición en la interna oficial. Un poco para contestar los atrevimientos verbales de Alberto Fernández al cabo de su gira europea, otro tanto para llegar justo sobre el cierre de los diarios que se leerán durante el fin de semana. Viernes estratégico para ganar la competencia interminable y agotadora de quién tiene la última palabra. El juego es casi infantil: el que se calla pierde.
Aunque hay que reconocerle al hijo de la Vicepresidenta el esfuerzo de irse hasta Lanús para darle cátedra de conducción política al Presidente, la verdad es que no hacía demasiada falta tanto discurso para desdecirlo. Hasta cuando parece más convencido, Alberto se desdice solo.
En apenas unas horas, el relato presidencial pasó de la rebeldía a la obediencia. Pronto negó estar enfrentado con Cristina Fernández, desviando la tensión hacia Macri, el confortable enemigo común que supo unir al Frente de Todos. No conforme con esa contramarcha, relativizó en París la supuesta vocación reeleccionista que había afirmado en Madrid. Y sacó de la manga otro arrugado comodín K: echarle la culpa a los medios.
El exquisito narrador norteamericano Francis Scott Fitzgerald escribió: “La prueba de una inteligencia de primera clase es la habilidad de tener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir funcionando”. Acaso esta descripción pueda aplicarse a las cabezas más astutas de la historia del peronismo. Pero en el caso de Alberto, las ideas opuestas no aparecen operando en simultáneo, como lo maravillaba a Fitgerald, sino sucesivamente. Una después de otra, negándose mutuamente, la segunda limando la contundencia de la primera. Y así hasta el gris y exasperante infinito de los ritmos presidenciales.
Ni una cosa ni la otra. Del enojo espasmódico a la calma confusa: así se comporta el Presidente, incluso en su presunta semana de emancipación europea. Por eso Máximo le recomendó calma y menos grandilocuencia oral, casi citando el célebre “estás nerviosho” con el que Néstor Kirchner provocaba a sus enemigos. Ya Cristina le había sugerido, compartiendo escenario con Alberto, que se enojara menos y resolviera más.
¿Será que los Kirchner, madre e hijo, se ponen tanto o más nerviosos que el propio Alberto con la indefinición presidencial? Tal vez lo que hoy se refleja en los sondeos de opinión como el Talón de Aquiles de la performance del Jefe de Estado sea, en realidad, su fortaleza. Ojalá.
¿Será que los Kirchner, madre e hijo, se ponen tanto o más nerviosos que el propio Alberto con la indefinición presidencial?
Así lo quieren creer hoy, con más temor que esperanza, aquellos actores del llamado “círculo rojo” que, tras las elecciones de 2019, soñaban con que el rol de Alberto Fernández sería el de un heroico traidor que jubilaría finalmente a Cristina al cabo de su aventura como Vicepresidenta al mando. Son los mismos que apostaban esas mismas fichas al candidato de compromiso puesto por Cristina en 2015 para ganarle a Macri (o quizá para perder, nunca se sabrá a ciencia cierta).
Una cosa parece segura en el rumbo presidencial: Alberto seguirá alimentando las fantasías ambiguas de los que suponen factible el fin plácido del cristinismo, con Cristina a bordo del barco y tomando sol en la cubierta. Sin embargo, el peronismo no suele funcionar así: la carrera de Duhalde se cortó con una masacre policial que lo eyectó de la Casa Rosada, y Menem fue preso (en jaula de oro, pero encerrado) y luego derrotado por una mayoría de votantes que le dijeron basta. Y podríamos seguir citando ejemplos hacia atrás. Pero mejor, no. Que estamos en fin de semana y el cuerpo lo sabe. Hay que reponer energías para soportar la próxima semana de internas palaciegas.