Por Cecilia Moreau
Me invitan a escribir estas breves reflexiones acerca de la actualidad política y creo conveniente establecer un punto de partida que parece obvio pero que a veces se nos olvida por las anteojeras que nos impone el presente o las ansias que nos genera el futuro, y es que no se puede pensar la realidad sin incorporar los factores que nos llevaron hasta donde estamos. Y en ese sentido, seguramente todos coincidiremos en que la pandemia fue uno de los acontecimientos disruptivos más significativos, por su extensión, sus consecuencias y espero que por sus enseñanzas, en la historia reciente de la humanidad.
Es cierto que nos hizo repensar, entre otras cosas, en los modos masivos de producción de alimentos, en las formas de relacionamos entre nosotros y con los seres que cohabitan la Tierra, en las redes de contención comunitarias –que son el sostén diario de millones de personas– y en las enormes brechas de desigualdad que aún nos atraviesan como sociedad: de género, de conectividad, de acceso a la salud, a la vivienda y al trabajo digno. Empujó a la discusión sobre experiencias que antes no estaban contempladas, como el Salario Básico Universal.
También es cierto que la pandemia hizo evidente la profundidad de las heridas producidas por el neoliberalismo; pero por sobre todo, y por un período demasiado efímero, desenmascaró crudamente el relato que reprueba lo estatal y estigmatiza a las víctimas del sistema. En ese sentido, es central una reflexión acerca de los discursos y las acciones propias que actuaron, a mi entender, como condición de posibilidad de esa fugacidad.
No creo ser la única que se pregunta por qué hoy la derecha neoliberal, junto a la extrema derecha liberal, vuelve recargada a querer reabrir, con mayor eficacia y también mayor rapidez –según declaraciones de sus referentes políticos–, las heridas que dejaron.
La pregunta es por qué hay un terreno fértil que permite el rebrote de aquello que en 2019 pensábamos haber dejado atrás. La respuesta es que creo que nosotros, hasta hoy, no logramos cicatrizar esas heridas.
No hay dudas de que, tanto a nivel nacional como internacional, en mayor o menor medida los Estados tomaron un rol preponderante en estos dos años. En nuestro país, desde el primer momento se establecieron líneas de acción para proteger, en primer lugar, la salud y la vida, así como el trabajo, la producción y la industria. La urgencia explícita del día a día y la incertidumbre del futuro cercano lograron catalizar una serie de medidas que robustecieron áreas esenciales para la calidad de vida de los argentinos, para lo cual se requirió inversión y recursos, además de imaginación y decisión política. El Aporte Solidario a las grandes fortunas es un claro ejemplo de ello.
Sin embargo, no fue suficiente. La premisa repetida como un mantra de optimismo en aquellos primeros tiempos no se cumplió: ni la Argentina ni el mundo salieron mejor. Pecamos de ingenuidad y eso es grave, la deuda interna sigue presente.
Los desafíos pasan por repensar una vez más los lazos sociales, las estructuras de poder, el rol del Estado, las lógicas en materia de derechos colectivos, porque ni la urgencia ni la incertidumbre han terminado, sólo se han transformado.
La historia nos demuestra que las crisis también abren cursos de posibilidad hacia transformaciones estructurales, hacia cambios que nos coloquen en un lugar mejor como sociedad. No cedamos ese camino para que vuelva a ser tapeado por la derecha.