Por Mariela Blanco (*)
Un recorrido por la historia del pan dulce, desde su llegada a las mesas navideñas argentinas como bocado de lujo hasta la producción en serie de hoy. Curiosidades alrededor de un producto elegido por artistas y políticos como símbolo cultural de consumo masivo o efímero
El pan dulce llegó hacia fines del siglo XIX a las mesas argentinas de la mano de Leone Antonio Marcolla, primo del dueño de una paqueta confitería ubicada en pleno centro porteño. Allí aprendió todo sobre el oficio entre costales de harina.
Pero para que un emprendimiento sea prolífico, se requiere de innovación, creatividad y un olfato que no se aprende en ningún lado. Leone, evidentemente, lo tenía pues fue el inventor del delivery de panettone.
Según relata Daniel Balmaceda, la marca se consolida recién a fines de la década del 40, cuando los sindicatos y las obras sociales incorporaron el panettone a su caja navideña. “La Fundación Eva Perón los contrató como proveedores de los pan dulces que se entregaban dentro de las cajas de regalo de fin de año. Dicha Fundación llegó a comprarles 280.000 kilos. Además, Marcolla se había convertido en el producto estrella de la tienda Harrod’s”, agrega el historiador.
Luego, fue Canale quien impuso el estilo genovés, con la masa bien húmeda que se producía en cantidades en aquellas sobadoras de la Fábrica Talleres y Panadería «Viuda de Canale e hijos».
Petrona C. de Gandulfo, «Doña Petrona», aquella mujer que enseñaba desde cómo deshuesar un pollo hasta en qué momento pintarse las uñas entre tarea y tarea del hogar, también enseñó a amasar un pan dulce desde los medios de comunicación.
Otro hito importante se dio en 1979 cuando la firma asumió la responsabilidad de auspiciar la obra de Marta Minujín “Obelisco de Pan Dulce” en La Rural de Buenos Aires. El Obelisco de pan dulce medía 32 metros y consistía en una estructura metálica recubierta con 30 mil piezas. Un dispositivo ubicado en su base permitía que se inclinara y volviera a ponerse derecho, en una especie de danza mecánica.
Si bien fue Marcolla quien se ganó el slogan de «el apellido del pan dulce», en la década del 90 aparece un restaurante que se instala en el imaginario colectivo como “sinónimo de pan dulce”.
Se trata de Plaza Mayor. Automáticamente, al mencionarlo, uno piensa en esa imagen que los canales de TV nos regalan durante todo el mes de diciembre con gente formando largas filas en la puerta del restó céntrico para adquirir su pan dulce.
Por cábala, su gerente e hijo del dueño del restaurante español de Venezuela y San José, Federico Yahbes, asegura no llevar la cuenta de la cantidad de pan dulce que vende por temporada y recuerda una simpática anécdota ocurrida en 1990.
“Cuando se dio el fenómeno de la primera cola en nuestro restaurante de Monserrat, mi papá me preguntó cuánto había vendido. Yo le dije que no tenía ni idea porque, realmente, me había quedado tan shockeado que no pude ni hacer la cuenta. Desde ese día, quedamos en no hacer ninguna estadística para no quemar este suceso”, cuenta. El tradicional manjar lleva cerezas, higos en almíbar, nueces chilenas, almendras californianas, castañas de cajú, frutas escurridas y pasas de uva.
Quizás el secreto del éxito sea que, desde sus orígenes, la casa se enfocó en mantener la calidad de una única variante de pan dulce y en guardar bajo siete llaves la receta de la abuela.
(*) Periodista