Por Carlos Fara (*)
Después de la caída –¿coyuntural?- de la ley ómnibus en Diputados, el Gobierno apuntó a un clásico de la comunicación política contemporánea: tratar de mostrar que lo que la enorme mayoría considera un traspié, en realidad fue algo positivo. Aduce que de ese modo puede ir formateando a la opinión pública de cara a la elección legislativa de 2025, habiendo logrado instalar quién está del lado de la gente, y quién en contra; quién es casta y quién no. Por lo tanto, al no haberse dejado doblegar, ganó la pulseada.
El problema de todo argumento es cuántos hilos sueltos deja por el camino sin contemplar, y si aquel forma parte de la esgrima verbal, o si es un convencimiento profundo. Dado que el incipiente mileismo es de una especie distinta a los políticos tradicionales, es probable que el planteo sea sincero. Claro, la cuestión es que los acontecimientos dependen de una serie de factores que ningún actor maneja. Si no, quienes han tenido en la historia la suma del poder público, no deberían haber fracasado a la corta o a la larga.
Nadie debería apresurarse a hacer pronósticos agoreros sobre el futuro del gobierno de Milei porque esto recién empieza. Lo cierto es que se van alumbrando metodologías, estilos y mesas decisorias que van generando inercias, de las cuales habitualmente es difícil salir. Ver la tradición no siempre es la mejor manera de evaluar los procesos porque los contextos cambian y las personalidades son determinantes. Por ejemplo, si fuera por la tradición, el presidente no hubiera llegado a su cargo. Es un distinto –para bien o para mal- y eso requiere precaución.
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Ahora bien, no todo será una gran novedad. Algunas cosas serán claramente distintas y otras se regirán, casi automáticamente, por las reglas preexistentes. Si el nuevo gobierno lograr bajar la inflación, aunque los índices sigan siendo altos, importará mucho la tendencia. El índice de precios pasó del 25% al 20%. Si en febrero da 15%, aunque en marzo la curva vuelva a crecer, tendrá argumentos para decir “vamos ganando” (con perdón de Gómez Fuentes). Se empezaría a parecer al “estamos mal, pero vamos bien” de su admirado Menem.
Pero si la cosecha no es todo lo maravillosa que se esperaba y el crawling peg está desajustado, va a tener un dolor de cabeza fuerte, quizá volviendo a iniciar el ciclo devaluatorio. Algunos temen que, si bien ahora el problema son los precios, en un tiempo más la cuestión sea la desocupación. Es decir, pasaríamos de “no me alcanza la plata” a “me estoy muriendo de hambre”. Solo un dato: la utilización de la capacidad instalada en diciembre fue la menor de los últimos 12 años, inferior al primer año de la pandemia y a 2019.
Si el presidente estuviese plenamente satisfecho con el transcurso de los acontecimientos, ¿para qué abre la puerta a un entendimiento más profundo con el PRO? Si el Congreso no fuese un problema, ¿para qué habría de armar un interbloque?
Olvidémonos de los argumentos: el león concluyó que necesita más poder para que la refundación de la Argentina no se quede de a pie. Pero claro, el Emir de Cumelén es un astuto jugador de bridge y no entrará en un acuerdo sin dos condiciones: 1) ganar poder en el gabinete, y 2) imponer –explícita o implícitamente- clausulas gatillo por si la otra parte no cumple con su parte del “contrato”. Con una enorme ventaja para el amarillo: ya tuvo la oportunidad de verlo a Milei equivocarse en la primera mano en su negociación con opositores, sin que aquellos tuvieran miedo a eventuales castigos. Como venimos diciendo aquí, ahora sabe dónde renguea el perro.
Advertido de esto, el libertario primero aceleró y luego bajo un cambio en la expectativa sobre el acuerdo. Dice que es “inexorable”, que es una manera elegante de decir “no me queda otra”. Ese no es el punto central. La cuestión son los hilos invisibles de los movimientos en el tablero. Milei no es tonto, y se nota que recula cuando cree que su falta de experiencia lo puede dejar mal parado, volviéndose cauteloso. Además, porque parece que Macri se tomará su tiempo para llegar a la mesa de toma y daca con el mayor poder posible, esto es, una vez que tenga a su partido encolumnado (a eso le falta un rato).
Aprovechando que esta fue una semana corta, que él volvía de un viaje cuasi religioso pletórico de simbolismos, que tenía que reordenar fichas, parar la pelota y pensar, sin perder la iniciativa, generó una transición de la mano de dos movidas: 1) la negociación con el PRO, y 2) el estilo de la confrontación permanente (los gobernadores, los radicales, la CGT, los gremios de la educación, y como si eso fuera poco, Lali Espósito).
Pero, dentro de todo, el presidente se puede sentir satisfecho con dos hechos favorables de la semana. Uno es la reaparición de CFK, quien le facilita enormemente las cosas al poner en blanco sobre negro el debate ideológico en la política nacional, licuando eventuales protagonismos de terceras y/o nuevas alternativas (teléfono para Llaryora). La jefa ha cometido muchos errores, pero tiene timing. Las bases estaban expectantes sobre si se queda haciendo política o se va a cuidar nietos. Actúa cuando huele el peligro de ya no ser consagrada.
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La otra gran noticia fueron las reuniones/fotos con el Papa, para que después no digan que él es un tozudo ideologizado, exento de pragmatismo.
Parece que no solo la Mama Antula hizo milagros. También hay otros católicos en el mundo (¿Juan Domingo Biden?) que pueden aspirar a ser santificados. El presidente americano tiene una foto de Bergoglio en su despacho y no lo quiere dejar a Milei suelto para que se lo quede Trump. Cristina diría “todo tiene que ver con todo”.
Luego de haberse dado el gusto de ir a Israel, sacarse fotos en el Coliseo Romano y con la estatua de Moisés, mientras asistía a la canonización de una hija jesuita, quizás hasta el propio Milei se sintió santificado. Después de todo, San Francisco Javier fue uno de los fundadores de la orden que identifica al Papa. Y sí, todo tiene que ver con todo.