Por Lana Montalban
En un mundo sin reglas es fácil romper las existentes. En un universo donde los límites entre lo bueno, lo moralmente aceptable y lo inmoral son borrosos, es confuso saber cuándo se está parado de un lado u otro de lo aceptable.
El deterioro moral de una sociedad dominada por una asociación ilícita, cuyo único propósito es el latrocinio, pero que se esfuerza en convencer a parte de la población que tiene ideología y metas sociales que cumplir, hace que, desde muchos rincones de la sociedad, incluyendo sectores del periodismo, supuestos intelectuales y, por supuesto, políticos, se califique a una sentencia justa como «ejemplar». Hablo de la sentencia a prisión perpetua para cinco de los asesinos de Fernando Báez Sosa.
Es tal la deformación de una percepción general de lo que significa justicia, así como el cumplimiento de algunas normas básicas de convivencia, que romper con ellas se percibe como natural.
El respeto a las normas básicas del tránsito como, por ejemplo, la velocidad máxima, frenar completamente ante un cartel de «pare», dar prioridad al peatón, no estacionar en lugares reservados para personas con capacidades diferentes o rampas de uso de sillas de ruedas, son considerados «infracciones menores». Y en el caso de que exista un agente del orden, que no pida coima pero ponga una multa, se lo insulta como si él/ella fuese quien rompe el orden.
No fumar en lugares no habilitados. Respetar el orden en una fila. No adelantarse por la banquina. Todas cosas que un ciudadano medio presencia a diario y que, lejos de producirle un intenso desagrado, ya forman parte de una rutina. Una especie de idiosincrasia nacional aceptable.
Centenares de vagos, en muchos casos jóvenes y extranjeros, ocupan las calles de la ciudad, protestando porque sus subsidios por no trabajar y ser mantenidos por «el Estado» no recibieron un reciente aumento u otra razón irracional, lo que bloquea la posibilidad de llegar a sus trabajos a quienes aportan impuestos para pagar esos subsidios, forman parte del irritante paisaje que a diario viven millones de sufridos argentinos. Pero ellos siguen con su rutina sin protestar, salvo en redes sociales. Allí sí son unos guerreros peligrosos.
Tantos años de populismo barato y corrupto le ha sacado a la población su poder de reacción. Ya no marchan. Ya no sacan cacerolas al balcón. Nada.
Aparentemente, ganaron los malos. Los aplastaron. Los vencieron de a poco. Los dominaron gota a gota y cuando se quisieron dar cuenta, tenían un agujero incapaz de ser llenado por ninguna cuota de rebeldía.
Las «autoridades» parecen estar, en muchos casos, del lado del mal, del delincuente, del abusador, del ladrón, del que mata. Llaman a solidarizarse con las madres de los asesinos, no con la de la víctima. Piden la libertad de abusadores, no la compensación a los abusados.
Quizás por eso muchos llaman «condena ejemplar» a la que recibieron ocho muchachos con un nivel de violencia inexplicable, quienes cometieron un crimen aberrante en vivo, no solo grabados por cámaras de seguridad o testigos, sino por ellos mismos. Y cuando, al fin, la justicia, tan vapuleada, maltratada, comprada, influenciada por poderes de turno, hace lo que corresponde, algunos la perciben como «ejemplar».
El caso del niño Lucio Dupuy es otro triste ejemplo de un sistema que no funcionó y de una justicia imperfecta. Hubo tantas señales claras que podrían haberle salvado la vida y una inconcebible seguidilla de sufrimientos evitables. Falló todo.
Un edificio lleva meses o años para construirse, pero solo unos segundos con explosivos para destruirse. Una sociedad es similar. Llevó largas décadas crear una parte de la sociedad que dio seres ejemplares de los cuales el mundo sigue hablando. Premios Nobel, escritores, científicos. Y solo unos pocos años destruir lo creado. No es imposible reconstruir. Pero se necesita más que una oposición con voluntad, fuerza, planes y unión. Un pueblo unido que esté dispuesto a trabajar duro, a ayudar, a colaborar y no a soñar con salvadores mesiánicos con poderes mágicos que no existen.
No es el político quien salvará al país. Es el ciudadano honesto y preocupado que está dispuesto a involucrarse en la política, el que logrará los cambios que quiere. No es un trabajo que se puede delegar, como los resultados demuestran claramente.
Tanto tiempo de destrucción llevará un período récord de sacrificio. Solo es posible si la mayoría, unida, decide tirar en la misma dirección.