El 3 de agosto de 2021 era casi medianoche cuando a las 11:38 p.m. una usuaria de Twitter llamada @animartino escribió: “Habría que llevar una piedra por cada muerto por Covid a Casa Rosada y dejarla ahí. No tirárselas, dejarlas ahí”. De la necesidad de tener un duelo por los que habían muerto solos, así nació la marcha de las piedras.
En el tuit original de la convocatoria no había derechas ni izquierdas, sólo la referencia a un Gobierno que había devuelto el peor de los contrastes en aquellos días desolados de la cuarentena: la fiesta de Olivos o el “vacunatorio vip”, habían sido una bofetada para todos, pero mucho más para aquellos a quienes la muerte les había arrancado sus seres más amados, padres, madres, abuelos, esposos, hermanos o amigos, sin poder dejar una lágrima o una flor, sin un abrazo.
La pandemia ya corría por su segundo año cuando tanto dolor atragantado, como lápida en el pecho, se multiplicó en piedras con nombres para un duelo colectivo. Dice el Talmud, libro sagrado del judaísmo, que “una persona se olvida, si su nombre se olvida”. Eso mismo había inspirado al artista alemán Gunter Demnig a crear hace más de 20 años, las llamadas “piedras de la memoria”, o Stolpersteine, “Piedras con las que tropiezas”, unos adoquines que en un número que supera los 75.000 se esparcieron por toda Europa con una sola idea: conmemorar a las víctimas del nazismo dejando su nombre, su lugar y fecha de nacimiento y muerte. No olvidarlos.
En aquélla marcha había más de 100.000 personas para no olvidar. Muertes lloradas en silencio, sin el rito que ayuda a dejar partir a los que amamos, o con el desgarro de la crueldad que imperó en aquellos días de aislamiento sin alma. El caso de Solange Muse, la joven con cáncer que murió sin poder ver a su padre por las restricciones sanitarias, y sobre todo por la falta de corazón, fue uno de los más emblemáticos. Esa joven valiente hasta el fin -que escribió “hasta el último suspiro tengo mis derechos”- dejaba en el segundo final una lección cívica, cuyo testimonio persiste más allá de la vida. Solange era uno de más de 100.000 nombres vedados, negados, convertidos en números, por la burocracia desalmada de los gerentes de la pandemia y la sinrazón.
Cuando cientos de desconocidos se hicieron familia, portando una piedra con el nombre de un ser querido, en Plaza de Mayo pero también en decenas de lugares de todo el país, nos dimos cuenta de algo tan profundo como elemental, nos dimos cuenta de que no habíamos llorado juntos. No era una cuestión política, era una cuestión humana la que había desenmascarado al Gobierno. Habían tenido el goce de los carceleros con gente doliente, mientras amarrocaban los privilegios de vacunarse antes y de reunirse, cuando los demás no podían ni despedir a sus muertos. No era de derecha o de izquierda el problema, era crueldad. No tuvieron misericordia, ese atributo de Dios que bendice dos veces, al que lo da y al que lo recibe, y que hace mejores a los reyes. No tuvieron piedad.
Lo que sí tuvo signo político fue lo que había pasado después. El Gobierno, lejos de hacerse eco de la marcha de las piedras, eligió descalificarla. No sólo la politizaron, sin entender que había surgido espontáneamente convocando en forma horizontal a gente de distintas extracciones. Además, la profanaron, dos veces. Primero, retirando inexplicablemente las piedras. Escondiéndolas. Pero meses después, en las marchas del 17 de octubre de ese mismo año, militantes oficialistas, vandalizaron el improvisado santuario.
Esa noche volví a entrevistar a la organizadora de la marcha, y Ani Martino. Le habló directamente a las autoridades políticas: “Primero que nada, pienso que nos tienen que dejar en paz. Que se olviden de a quién votaron esos muertos. Desde ese día lo digo. Hay bebés ahí. ¿A quién votaron los bebés? Por favor, déjenos sufrir en paz”.
“¿Cuál es el límite? Ya lo peor es no haber estado con tu ser querido y no saber si esa persona se fue sabiendo. No pudiste empezar el duelo y algo te lo deja empezar. Empezás el duelo y te lo sacan de vuelta. ¿Otra vez tengo que hacer el duelo? ¿Otra vez tengo que enterrar a mi muerto? ¿Cuántas veces?”, planteó.
Ayer la portavoz Gabriela Cerruti volvió a profanar todo ese dolor. Ella, que porta la voz, cometió el sacrilegio de ofender a los que ya no tienen voz. En aquellos días, ninguna autoridad había condenado la vandalización y eso los hacía cómplices de la injuria de los vándalos.
La señora Cerruti volvió a demostrarlo. En sólo 7 segundos. 7 segundos. La nada misma en el devenir del tiempo. Aunque en 7 segundos pueda caber todo el desprecio. Alguien sensato o de buen corazón, mínimamente debería pedir perdón, no en forma desentendida “por si ofendió a alguien”, como lo hizo. Es obvio que ofendió a muchos. Alguien honorable, debería presentar la renuncia. Pero si no ya una funcionaria, una persona, no tiene piedad del dolor de los otros, cómo pedirle sensatez u honor.
Reitero palabras que dije esa noche: deshonraron a los muertos, ni en la guerra se rompe ese código. Y en estas horas, volvieron a hacer llorar a las piedras. El poder pasa señora Cerruti. Pero cada día de los que le quedan en la Casa Rosada, cuando se asome, por el emblemático balcón, sepa que esas piedras de los muertos de todos, con su elocuente silencio, también le hablarán a usted.