Por Lana Montalban
Llevo tres generaciones siguiéndolos. Digo eso porque no empezó conmigo en realidad sino con mis abuelos. Gente simple, honesta, trabajadora. Y humilde. Eso es lo peor de todo. Gente humilde que no tenía maldad y no pudo oler, detectar la maldad ajena.
Cuando los dirigentes, toda gente de ciudad, sofisticados, bien vestidos, con aroma a perfumes importados, venían a visitar, la barriada los recibía como si fuese un honor. La verdad, que esos Dioses urbanos se dignaran a bajar a donde estábamos los seres humanos comunes y corrientes era para rendirles homenaje. Bastaba que tocaran a cualquier puerta, para que la familia dejara sin cenar a sus hijos, con tal de agasajarlos y darles lo que tenían, disimulando la miseria con la mejor sonrisa. Con o sin dientes.
A cambio, los visitantes repartían siempre montañas de sonrisas con dientes perfectos de dentistas caros, apretadas de manos interminables, abrazos que alguna que otra vez terminaban en una imperceptible mueca de asco, levantadas de bebés, besos a niños y promesas. ¡Ah! Las promesas.
¿Qué necesitan? ¿Pavimento? ¿Alumbrado? ¿Cloacas? ¿Escuelas? ¿Transporte público? ¿Trabajo? ¿Viviendas? ¿Que no se inunde? ¿Que no haya narcos afuera de las escuelas? ¿Hospitales?
Nos escuchaban tan atentamente, tan profundamente, con la mirada clavada en nuestros ojos, pero con ojos vacíos. Profundamente vacíos de contenido. Siempre había alguien con una libretita tomando nota, como dando importancia a lo que se les pedía.
Se despedían con la misma sonrisa ensayada llena de buenos dientes. Se iban por donde habían venido, levantando el polvo de las calles de tierra que nos habían prometido pavimentar durante décadas. Se ensuciaban sus finos zapatos de cuero italiano por nosotros. A veces se llenaban de barro por nosotros. Les decíamos adiós con las manos en alto mientras sus autos alemanes de alta gama dejaban huellas, que en los días de lluvia nos impedían cruzar al otro lado a comprar el pan. Sus autos nuevos quedaban manchados de barro. Cómo no creerles.
A pesar que la escuela pública a la que iban mis abuelos era mejor que la escuela pública a la que fueron mis padres y mucho mejor que la escuela pública a la que fui yo. Ni que hablar de la escuela pública a la que mando a mis hijos. Ellos ya casi ni tienen clases. Entre los paros, las huelgas, los feriados y lo que les enseñan, son prácticamente analfabetos. El sueño de mis abuelos de que en la familia algún día haya un profesional, está tan lejos como el día en el que mis bisabuelos llegaron de Italia y de España, soñando con un futuro mejor.
Creo que después de tantos años de promesas incumplidas, de paredes que aspiran a ser de material, pero no lo logran, de barro en la calle y pozo ciego en el fondo, estoy empezando a sospechar que nos mintieron.
Les quiero creer. Me parecen sinceros. Quizás no pueden cumplir. Están tan ocupados con sus reuniones, sus viajes a otros países para encontrarse con líderes importantes con dientes tan perfectos como los de ellos. Sus firmas de acuerdos bilaterales. Sus compras de aviones para viajar en forma privada. Es que es posible que no les guste juntarse con nosotros, que no usamos perfumes importados y -seamos sinceros- no siempre podemos bañarnos, porque no tenemos agua corriente y a veces sí, pero no agua caliente. Así que es lógico que no quieran viajar en colectivo, con nosotros.
Además, no deben poder asfaltarnos la calle porque el cemento lo necesitan para construir sus mansiones. Una en el centro donde dicen trabajar, otra donde viven los padres, otra en alguna parte para descansar los fines de semana.
Se entiende. Deben estar muy estresados con esos minutos que pasan en la casa de gobierno, o en el congreso, legislando para aumentarse las dietas, pero no para mejorarme la vida a mí y a mi familia. Deben estar estresados y cansados. Será por eso que salen continuamente a comer a restaurantes y cada vez se los ve más gordos. Es que el pan recién horneado es tentador y no se aguantan de comerlo. Y será por eso que continuamente deben comprarse ropa nueva y cara. Para disimular los rollos.
Un poco me llama la atención que cuando se enferman ellos o sus hijos nunca van a internarse a los hospitales que inauguran para nosotros, presentándolos como de tecnología de punta. Será que la punta no está lo suficientemente afilada para ellos, pobres.
No deber ser fácil tener que ocupar un puesto así, y encima tener que conseguir un puesto bien pago a cada uno de tus parientes. No me puedo imaginar lo que sería si mis hijos, sobrinos, suegros, vecinos, me pidieran un puesto en la fábrica. No hay lugar para todos. Otro motivo por el que están tan estresados y continuamente necesitan vacaciones en Miami, París, Londres y ver en persona el mundial en Qatar. Eso los relaja.
Que lindo sería poder viajar, pero claro, yo no me lo merezco. Solo he trabajado sin parar desde los 12. Por ahí cuando me jubile logre ahorrar y pueda viajar a la playa. No Miami, eso ni lo sueño. Alguna playa por acá, que se pueda llegar con un autobús y si tengo suerte llevar a la familia. Si es que la jubilación existe en ese entonces, porque con todas las jubilaciones de privilegio que ellos cobran, más la plata que regalan a quienes se jubilaron sin trabajar y lo que les pagan por trabajar de desempleados a tantos millones, lo veo mal.
En fin. Ahí me trajeron el choripán, la coca y la zapatilla izquierda. Me dijeron que si los voto, esta vez sí van a cumplir. Y a la salida me darán la zapatilla derecha. Vamos a ver. Les doy una oportunidad más.