Por Eleonora Urrutia (*)
Este domingo 17 de diciembre termina el proceso constituyente en Chile con la votación “A favor” o “En contra” del proyecto constitucional elaborado este año. Es el segundo intento de aprobar una nueva constitución en un período de cuatro años, tras el contundente rechazo al primer texto en septiembre de 2022, escrito por una convención de izquierda radicalizada poco representativa de Chile y que rompía irresponsablemente con la institucionalidad republicana.
Este vaivén constitucional por el que ha pasado Chile, se inició el 18 de octubre de 2019 cuando la izquierda organizada desató una violencia extrema, en un accionar coordinado delictivamente, similar al visto en otros lugares del continente como Ecuador o Colombia. Sintiéndose acorralado por este estallido alimentado por una izquierda golpista -para usar el término que finalmente se atrevió a emplear el expresidente Sebastián Piñera–, el gobierno democráticamente electo optó por renunciar a su obligación de defender la Constitución que había jurado solemnemente hacer el 11 de marzo de 2018 al asumir.
Para decirlo de forma directa y simple, el proceso constituyente se inició porque la izquierda fue golpista y porque el gobierno de Piñera y la derecha fueron cobardes y prefirieron entregar la Constitución que cumplir su solemne juramento.
Ríos de tinta han corrido sobre los errores que se cometieron durante este insensato proceso constituyente. Los excesos, los abusos, la poca disposición a construir acuerdos amplios y la sed de venganza que se apoderó de los principales actores en esta montaña rusa de emociones y agrias sorpresas que se vivieron en estos cuatro años sacaron a relucir lo peor de muchos de los llamados a diseñar las reglas para una democracia que funcionara mejor.
Pero el pecado es original. Los grandes conflictos políticos del siglo XXI no son, como aquellos del siglo XX, entre democracia y dictadura, sino dentro de la democracia, entre la concepción liberal y la iliberal. Esta tendencia de la democracia a no aceptar ningún límite estuvo en el centro de las preocupaciones de la primera gran democracia moderna, la de los Estados Unidos. La solución fue la creación de un complejo sistema constitucional de división del poder y controles y contrapesos, una carta de derechos individuales y la exigencia de altas mayorías calificadas para poder efectuar cambios y protegerse de los humores temporales de la mayoría. Nada de esto estuvo presente en el debate en Chile.
Así las cosas este domingo, los chilenos irán a las urnas sin alegría ni orgullo. Mientras algunos votarán para “que se jodan” esos irresponsables que mañosamente iniciaron el proceso constituyente con la amenaza de que era la única forma de terminar con la violencia instalada en el país, otros irán a votar para evitar que el péndulo de la historia se corra demasiado a la derecha, después de que ellos mismos no hicieron nada para evitar que este se cargara demasiado a la izquierda.
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Cada mitad de la población cree que lo que vote la otra mitad traerá incertidumbre, injusticia y caos. Si el nuevo texto constitucional es aprobado, será un triunfo de un sector político despreciado por todo el sector de la centroizquierda y la izquierda. Si se rechaza, seguirá vigente la actual Constitución, que fue la excusa para el largo y penoso proceso de idas y vueltas constituyentes que terminará en la nada, un papelón inexplicable. Pero más grave aún, quedará la posibilidad – ahora mucho más fácil – de una modificación, ya que las mayorías para su cambio fueron aliviadas como una de las tantas concesiones hechas a la izquierda “golpista”.
Con esto y con todo, Chile deja una lección a aprender. Siempre habrá algo de la Constitución que no gustará, especialmente si no se entiende que debe funcionar como instrumento de limitación del poder. Pero una reforma constitucional no es un proceso para darse gustos. Los efectos sobre el país y su política son demasiado importantes.
Lo prueba el hecho de que Chile fue hasta hace pocos años una nación con índices de desarrollo muy superiores a los de la media de la región y hoy se debate con índices medios e incluso bajos. Para avanzar, los países deben limitar el poder de turno, construir en la sociedad civil acuerdos y hacer reformas graduales, pragmáticas y responsables. No se puede perder el norte del crecimiento y del desarrollo y dejarse llevar por cantos de sirenas refundacionales y obsesiones enfermizas latinoamericanas por iniciar procesos constitucionales que son promovidos como milagrosos bautismos para alcanzar la tierra prometida.
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Las encuestas hasta ahora en general favorecen a la opción “En contra”, aunque con una tendencia decreciente. Hay una encuesta, la de Partner, que predice un triunfo claro del “A favor”, y tiene como antecedente un pronóstico acertado para el triunfo del Rechazo en Chile y la victoria de Milei en Argentina. Esta dispersión de las encuestas se explica por falta de claridad acerca de lo que de se está votando y hace pensar que el resultado está abierto.
Un triunfo del “A favor” le hace un daño importante al gobierno de Boric. Si gana “En contra”, tendrá que seguir lidiando con un problema difícil en lo que resta de su mandato. Para la oposición, lo que es clave es que haya unidad después del resultado. Estos indicadores serán los próximos a monitorear si se quiere conocer la suerte del país vecino.
(*) Abogada y politóloga, columnista en medios de Chile