Amanece. El sol emerge de las profundidades del océano e inunda las habitaciones con su fuego dorado. El lodge parece un vigía, elevado como está, sobre una colina de la escarpada Isla de Pascua, y rodeado por los eucaliptus sibilantes. Desde sus galerías, el Pacífico parece más azul e inconmensurable y la brisa fresca revitaliza.
Estamos a mitad de camino entre Santiago de Chile y Tahití, a cinco horas de vuelo de cualquiera de los dos destinos, y esa ubicación en medio del mar hace que esta sea la isla más remota del Planeta. Hasta aquí llegaron navegantes polinesios del archipiélago de las Marquesas y se establecieron por el año 600. Siglos más tarde, levantaron las enormes esculturas que todo el mundo sueña con visitar algún día. Los moái –más de ochocientos distribuidos en esta isla de 163 km² que ellos llamaron Rapa Nui– son el máximo enigma de una sociedad que se desarrolló entre volcanes y playas y quedó al borde de la extinción. Esas enormes cabezas de piedra volcánica tienen fisonomías distintas, están tumbadas o erguidas, algunas calzan sombreros, otras tienen sus cuerpos enterrados o sus espaldas talladas. Pero todas coinciden en algo: sus bocas silencian los secretos de Rapa Nui.
En hilera mirando hacia los volcanes o hacia el mar, o dispersos por las laderas de las suaves colinas, los moái son el objetivo de todo viaje a la Isla de Pascua –como la bautizaron los holandeses cuando llegaron en 1722– y en torno de ellos se organiza la mayor parte de las actividades: trekkings, cabalgatas, tours fotográficos o simples paseos.
Aquí, el expertise del guía es fundamental para optimizar el tiempo y armar los mejores programas de acuerdo con los días disponibles y los gustos de los viajeros. Por eso, los guías de explora son pascuenses, criados en la isla y capacitados en el continente, para que no solo puedan mostrar los lugares, sino también transmitir al visitante su cultura y tradiciones.
Y hay coincidencia en que los tres o cuatro días son insuficientes para la increíble oferta de actividades y paisajes que ofrece este terruño ubicado a 3700 km del continente americano. De las excursiones, una de las más apreciadas es la que se realiza al cráter del volcán Rano Kau, cuyas erupciones dieron origen a la isla. Esta caminata matutina culmina sobre el mediodía con una mesa junto al mar, cubierta de ensaladas y exquisiteces pascuenses. Las bicicletas también brindan muy buenos momentos, y hay senderos con vistas inigualables.
El mar, tan protagonista aquí como los moái, es el marco perfecto para las fotografías más bellas y ofrece, además, sus aguas para nadar, hacer surf o descubrir –a través de los anteojos del snorkel– un mundo sumergido de corales y coloridos peces tropicales. Y, para quienes quieran experimentar las aguas abiertas, se puede bordear parte de la isla en bote o salir a navegar con los pescadores locales. Luego, el chef preparará platos únicos con esa pesca del día como un guiño a los aventureros que se la arrebataron al Pacífico.
Hay hotelería para todos los presupuestos, pero para quien busca una propuesta de nivel, el lodge de explora colecciona premios internacionales por su arquitectura sustentable y su calidad de servicio. Así que una jornada de recorridos más o menos intensos puede culminar en el spa o la piscina, en el bar de la planta baja compartiendo experiencias con otros visitantes, o para los más románticos, con una botella de champagne en la playa, viendo cómo se sumerge el sol en el azul insondable del Pacífico.
Textos: Chino Albertoni
Fotos: Chino Albertoni y Explora